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LEYENDA DE LAS LLUVIAS AMARLLAS - JUANA MEDINA (R)


“Mis cielos son amarillos.” Miguel Argibay, pintor

—¡Padre viene sangrando bajo la lluvia! —grita el niño.

La anciana se echa el manto sobre la cabeza y sale. Alcanza al hombre, lo ayuda a sostenerse y a recostarse sobre el camastro.

—El arado… La lluvia… —musita, mientras ella va en busca de agua para lavar la herida. Luego, vuelve a salir con un cuchillo y un cuenco pequeño, raspa la corteza del arbusto de mirra. La resina cae amarilla en la oscuridad de la lluvia. Entra. Agrega un poco de vino al cuenco, lo mezcla y se lo da al niño.

—Que lo beba hasta la última gota.

—¿Se va a morir?

—No, no te asustes. Lo ayudará a dormir. Después, busca tu capote y la cuchara de oro que era de tu madre. Tenemos mucho que hacer.

Mientras el niño lleva la bebida a su padre, la mujer revuelve potes y frascos en la cocina, hasta encontrar uno con semillas diminutas. La lluvia cae espesa, mansa, incesante. A lo lejos, le parece oír el llamado de un pájaro. ¿Una alondra tal vez?

—Ya la tomó, pero la bebida se puso oscura.

—Así debe ser.

Salen armados de sus curiosas herramientas: la cuchara de oro, el cuchillo, un tazón y el frasco de semillas. Corta unas hojas de helechos grandes y se las pone al niño en la cabeza.

—Pareces un hongo verde.

—Y tu pelo parece lluvia blanca que sale de tu cabeza.

Ríen juntos, y ella se alegra al ver que en los ojos de su nieto la nube de angustia ha dado paso al brillo por la aventura compartida. Llegan al

bálsamo y la vieja vuelve a usar el cuchillo hasta lograr que salga un fluido viscoso amarillento que va oscureciéndose. Mientras se llena el tazón y la lluvia cede en intensidad, la abuela empieza a contar:

—Hace millones de millones de años hubo una larga temporada de lluvias amarillas. Desde otros planetas se desprendían piedras que se iban haciendo polvo en el camino del cielo y penetraban muy profundamente la tierra. Eso resultó ser el oro que hoy conocemos. El más perfecto de todos los metales. El rey. Los seres humanos le hemos quitado mucho a la tierra, sin embargo todavía mezclada entre las piedras de los ríos y arroyos se puede encontrar alguna pepita. Pero siempre hay que retribuir ¿sabes?; aún en las catástrofes, entre el cielo y la tierra hay acuerdos y retribuciones. Con este tazón lleno de bálsamo alcanzará para que la piel de tu padre se vaya cerrando sin ardores. Ahora que la lluvia amaina, con tu cuchara de oro debes cavar aquí. Con ella, la tierra va a sentir la caricia del rey. Le vamos a poner estas semillas que casi no se ven, para que crezca un olíbano que la perfumará; y será esta lluvia la que las empuje a crecer rápido en cuanto salga el sol. Así, así. ¡Qué suerte tengo con este nieto de rodillas tan jóvenes! Con la panza de la cuchara aplasta la tierra. Un poco más. Muy bien. ¡Oh, lo que veo! ¡Arriba jovencito, que empiezan los milagros!

—¿Qué ves, qué ves? —salta el niño lleno de entusiasmo mientras la protección de helechos termina de desprenderse de su cabeza.

—Allá, entre las copas de los árboles, ese triángulo de cielo amarillo… Vamos, rápido al claro.

Cede la lluvia. Con la luz, las gotas parecen cristales que caen de las hojas listas a morir en el barro. Casi sin aliento, la vieja sigue hablando mientras apuran el paso:

—Todo el mundo habla de los amores del sol y la luna, pero no es así. La luna es ladrona, siempre robando luz al sol. El sol se deja, pero a quien ama es a la lluvia. Entre los dos alimentan la vida de toda la tierra, también la nuestra. Una exclamación de su nieto la interrumpe. Acaba de descubrir el arcoíris.

—Ese es el regalo que se hacen cuando se unen. Va y vuelve de uno a otro en un arco de colores que trae consuelo y esperanza. Ya hemos hecho nuestro trabajo; la tierra ha recobrado el amor del rey y su perfume, y sigue dando su bálsamo. Volvamos a ver a tu padre, a limpiar nuestras cosas y a descansar. Más tarde saldrán a iluminarnos las estrellas.

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