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LLAMARON A SU PUERTA - Amadeo


A Hermes, deprimido por problemas existenciales a causa del reciente fallecimiento de su esposa, al igual que hacía tres años la muerte del único hijo, su desorientación lo apabullaba. Se sentía perdido sin intereses en la vida. Sus ahorros decaían al igual que su salud física. El día de su cumpleaños ochenta, que no quiso festejarlo en soledad, llegó a pensar en suicidarse.

Estaba en penumbra, acurrucado en el sillón del living como casi todos los días anteriores, cuando escuchó golpes en la puerta de entrada al departamento. Con desgano, la abrió y no vio a nadie en el pasillo, ni frente al ascensor. Sintió un extraño escozor en todo el cuerpo y principalmente un mareo instantáneo.

—¿Quién es? —preguntó sin proponérselo a causa de la inestabilidad.

—Ofrezco nuevas oportunidades.

—¿Oportunidad para qué? —preguntó curioso.

—Para una vida razonable. Elija una de las tres que hoy regalo.

—¿Cuáles son? ¿Puedo elegir las tres? —su voz era apenas burlona.

—Solo una o puedo regalarle la cuarta. Elija entre la: 1.- No enfermar grave. 2.- Sufrir menos por los deudos y 3.- Llegar a muy longevo… ¡Espero su elección!

—Huuumm … Huuumm… elijo la segunda —respondió Hermes dubitativo.

—Pues otorgaré la cuarta: tendrá decisiones y perseverancias positivas. Es su oportunidad para organizar sus días y salir del pozo amargo. Mi ayuda a su disposición.


Pensativo, Hermes cerró la puerta. Levantó la persiana del ventanal: el día luminoso lo entusiasmó. Se sentía poderoso y volvió al sillón. De pronto se percibió invadido, afiebrado y con antiguos temores renacidos, entonces caminó hacia el baño, pero al pasar frente al espejo en el living, no vio su propia imagen. De inmediato sonrió al recordar lo fantaseado desde joven: hacerse invisible y salir a robar bancos y casas lujosas.

Quiso ver detalles de su vestimenta y volvió a sonreír al descubrir que él era transparente y salió apurado. Estuvo por saludar a su vecino y bajaron juntos en el ascensor. Lo notó inquieto, como si buscara algo o a alguien. En la calle, no necesitó esquivar a nadie: aprendió a traspasarlos sin inconvenientes para nadie. Llegó al banco y, nada temerario, ingresó. Estaba por amenazar a la empleada, cuando escuchó aquella voz interior y convincente de las oportunidades:

—El don regalado no era para delinquir, sí para organizar sus días y vivir dignamente.

—Si… —balbucea Hermes, a la par de notar que perdía su invisibilidad y avergonzado, corrió hasta la calle. Supuso que la voz lo acompañaba.

—No delataré sus malas intenciones —escuchó Hermes y agradeció.


Atormentado, regresó entre lloriqueos a su departamento. Fue directo al espejo y vio perfectamente su ropa y en su rostro, un arrepentimiento vergonzoso y lloró desconsolado para vaciarse de las angustias que intentaban volver para deprimirlo. Agotado, cayó sobre la cama y minutos después logró un dormir reparador.

De madrugada, se sentía con vigor para luchar por una vida en paz, con amigos y proyectos. Se descubrió optimista al pensar: «No duele para que sufras… Duele para que cambies».

Decidió volver a su especialidad: profesor de ciencias agrarias y sabiendo que, por su edad sería difícil emplearse, se propuso dictar clases grupales, en la oficina que usara su hijo fallecido. «Sería una honra», pensó reflexivo.

Durante semanas preparó las clases, los modos de promocionarlas, habló con sus amigos distanciados por meses, quitó el polvo de la oficina, acomodó los escritorios y las sillas. El costo de la matrícula sería accesible, pues lo que a Hermes le interesaba era el transmitir sus conocimientos y aprender de los jóvenes alumnos.


La tarde anterior al inicio de sus cursos, escuchó la voz amiga:

—Bien aprovechada la oportunidad que has abrazado. No olvides que siempre estaremos a tu lado para que elijas una, sin equivocarte entre las que estarán a tu alcance.

—Mil gracias. Así lo haré hasta el día de mi muerte —aseguró Hermes.

—Así será. Ahora voy a atender a otros que me necesitan. No olvides que siempre golpeamos la puerta y dependerá de cada uno el abrírnosla o no. Siempre recuerda «Mañana puede ser tarde… Hazlo hoy» y además que «Lo único imposible es lo que no se intenta».

Hermes se paró para agradecerle, aun sin visualizar su presencia, cuando de nuevo se sintió afiebrado y entonces corrió, pero al frente del espejo se vio entero y feliz. De sus labios brotó una bella frase paterna: «Nunca pierdes… o ganas o aprendes».

***

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