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Lluvia - Pepe- (R)


Mi madre me contó que cuando nací estuvo lloviendo durante cuatro años. Nunca acabé de creérmelo, pero mi padre tampoco la desmentía, decía que la lluvia era buena, necesaria por su arbitrariedad. Bajo ella, todos somos iguales. Es la manera que tiene la naturaleza de impartir justicia. No es que esas historietas me marcaran, pero hará un año, algo me hizo recordarlas. Estaba en casa preparándome para ir al trabajo cuando oí llover a través de la ventana de la cocina. Me alegré. Hacía tanto tiempo que no llovía que sentía como si nunca lo hubiera presenciado. Busqué mi viejo chubasquero amarillo y me lo puse encantado, pero cuando salí a la calle me topé con un cielo totalmente despejado; incluso la gente pasaba por mi lado mirándome con cierto escarnio, como si fuera un loco. No le di muchas vueltas. Seguramente algún goteo, al linde de la ventana, me habría dado esa sensación. Plegué el chubasquero y lo guardé en el maletero del coche junto con los triángulos. Sin embargo, al día siguiente, volví a oír la lluvia. Sintiendo que empezaba a ceder a mis demencias, me acerqué a una ventana, descorrí la cortina y... ¡nada!. Un día bien soleado sin siquiera algo que hiciera presagiar la teoría del goteo. Me asusté. Una alucinación reiterada puede ser sinónimo de algo serio. Pero a pesar de ese pensamiento, intenté serenarme. Estaba seguro de que una explicación racional había detrás de todo esto. No obstante, cada mañana un aguacero arreciaba detrás de las ventanas, y cuando trataba de visualizarlo me encontraba un Sol que me golpeaba con saña. Al poco, empezó a pasarme a cualquier hora del día que estuviera por casa. Desarrollé una terrible fobia a permanecer en mi hogar. Pasaba horas afuera. Dormía poco y mal. Comía deprisa, peor... Un día, en el ascensor del trabajo, y al borde de la enajenación, me propuse contarle mi desdicha a alguien. —¡Qué tiempo!, ¿no? —dije nervioso a un tipo sin saber cómo empezar. —¡Ufff!, si no llueve pronto nos vamos a disecar... —¿Cómo? —pregunté sin poder ocultar mi sobresalto. —Ya sabes, la sequía... —¡Ah! —exclamé enmudeciendo de estupidez. ¿Cómo se me ocurre plantear algo así en un ascensor?, me dije. Las puertas se abrieron y salimos en silencio. Abatido, fui a la máquina de café. Había varios compañeros charlando. Me serví uno con una de esas odiosas cucharas de plástico. —Lo escuché en la radio —oí que decía uno—, le pasa a mucha gente. —¿En serio? —preguntaba otro. —Es el Sol—continuaba el primero—, al parecer vuelve loca a la gente... —¡Claro! —interrumpí, provocando la atención de todos. —¿También lo has oído? —preguntó dubitativo el primero. —Esto... No, pero... —titubeé—, pero a mí...—tragué saliva—, es decir..., ¿no habéis notado que la lluvia...? —a cada palabra me sentía más imbécil—. Tengo la sensación de no haber visto llover nunca... —resoplé desplomándome sobre mí mismo. Ellos se miraron y explotaron en una sonora carcajada. —¡Tío! —bramó uno dándome una fuerte palmada mientras se retiraba con los demás—, estás fatal. —Tenías razón —le dijo otro ya a mis espaldas—, la gente está perdiendo la chaveta. Me quedé solo mirando el café. Estoy loco, pensé. Entonces, un sonoro trueno me sacó del ensimismamiento. Llevaba muchos días oyendo llover, pero nunca tronar, y eso lo percibí como una señal. Corrí hacia la salida. Mientras bajaba a empujones por las escaleras los truenos iban «in crecendo». Llegué al hall jadeando, me abalancé hacia afuera y... un garrotazo luminoso me arrojó a un suelo seco. No regresé, ni al trabajo ni a casa. No soportaría volver a estar bajo techo. Divagué por la ciudad sopesando la posibilidad de convertirme al «vagabundismo». ¿Por qué me está pasando esto?, pensé, ¿Qué he hecho yo? Entonces, como un chispazo, vinieron a mi mente aquellas historietas de mis padres. Quizá tuvieran relación con lo que me pasaba. Saqué mi móvil. —¿Sí? —contestó una voz. —Mamá... —¡Pero bueno!, si es ese hijo mío tan ocupado para llamarme —dijo con sarcasmo de madre—, ¿a qué se debe esta Nueva Buena? Callé, no sabía cómo empezar. —¿Estás bien? —preguntó ante mi mutismo. —No... —¿Qué ha pasado? —Pues... —dudé—, cuando nací me dijiste que estuvo cuatro años lloviendo. —Bueno... —Pensaba que eran historietas que te inventabas, pero empiezo a... —Hijo —interrumpió secamente—, nunca llovió durante cuatro años; te mentí. —Pero... ¿Por qué? —suspiré sintiendo implosionar mis entrañas. —Eras pequeño para entender la realidad. —¿Qué realidad? —Que todavía sigue lloviendo... Entonces, una gota impactó en mi coronilla.


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