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Los hombres sin huesos - Pepe- (R)



La ventana ahora no se ríe. O por lo menos lo hace en silencio. Cuando se apagan las luces oculta su escarnio, pero solo es una maniobra de intimidación. Las paredes, sin embargo, no pueden aguantar. Empiezan con los típicos crujidos nocturnos. El frío hace que la casa se relaje, que se destensione, que las junturas vuelvan a su posición de reposo..., algo que nunca se ha acabado de creer. Porque un crujido es una cosa, pero otra muy distinta son los susurros. Las paredes hablan, lo hacen entre sí; a esa hora están nerviosas, expectantes, como la ventana.


La noche se va tornando fría, pero no es frío lo que siente, sino asfixia, ansiedad. Horror. Se agarra al edredón, pero sin taparse hasta la cabeza, ese gesto cada vez es menos convincente. Poco a poco, sus ojos se acostumbran a la oscuridad. Distingue el cuadro de la flor, las lejas, el viejo y destartalado armario, pero sobre todo, el dintel de la puerta. La dichosa puerta.


Las paredes transforman los susurros a claros cuchicheos, la ventana suelta sordos vagidos, manchurrones formados por telas de araña entremezcladas de humedades se van aglutinando en torno a esa puerta... Y, finalmente, aparece el hedor.


Ya vienen.


De entre la oscuridad que emana del dintel de la puerta, aparecen cojeando. Son canijos de metro y medio, manos en alto y con esa cara larga y pálida, como de lagartija muerta. No tienen pelo, las cuencas de los ojos profundas y negras y esa sonrisa desdentada que colma su expresión de oreja a oreja. Son ellos. Los hombres sin huesos. Otra vez. Los gritos de las paredes ahora son más ensordecedores, el escarnio de la ventana inaguantable, y mientras, esos hombres sin rosto comienzan a aglutinarse en torno a su cama.


El corazón le retumba. Tiene que salir de allí, pero no sabe cómo. De pronto, al lado de la puerta, visualiza el interruptor. Eso es. Debe tratar de llegar. De accionarlo. Solo así podrá salvarse de ellos. Salta de la cama. Hombres sin huesos le taponan el avance. Hace un quiebro, pero se encuentra con otros. Hay demasiados. En conjunto forman una cuadrada masa homogénea. Aun así son lentos. Se zafa de ellos y llega al interruptor. Respira aliviado, acciona la clavija y... no funciona. La revira unas cuantas veces, pero la luz no se enciende. Se gira temeroso. El circo de los horrores en que se ha convertido su cuarto se cierne sobre él. Solo le queda huir por la puerta, aunque eso conlleve adentrarse en otro mundo. Pero, al encararse, observa a más de esos homúnculos adentrándose. Está rodeado. Cae de rodillas con las manos en la cara. Al chocar contra el suelo siente que el habitáculo comienza a temblar, como si estuviera en medio de un terremoto. De fondo, la ventana sigue con sus burlas ensordecedoras mientras el mundo se cierne sobre él. Está perdido, está perdido, está...


—¡Mamá! —grita desde el suelo—. ¡Mamá!


De pronto, se enciende una luz lejana y el espectáculo se detiene. Unos pasos se adentran en su cuarto.


—¡Mamá! ¡Mamá! —sigue gritando. Está incorporado en su camita.


—¡Pepe! ¿Qué pasa? —Su madre enciende la luz, entra y le abraza. Está sudado y con la mirada perdida.


—¡Mamá! Los hombres... —El niño se aparta de ella y remira por una habitación completamente normal.


Su madre le coge en brazos y lo abraza fuerte.


—Ya está, Pepe, solo era un sueño.


Pepe se deja abrazar. Por detrás aparece el padre. Su madre se gira y lo mira con ojos bien abiertos.


—Otro episodio de terrores nocturnos —susurra.


El padre los abraza por detrás. Cuando calma vuelve a imperar, tratan de dejarlo en su camita, pero este se aferra a su madre mientras lanza tímidos sollozos. Sabe que así no le dejarán ahí solo. Es pequeño, solo tres años, aún es pronto para que pase la noche en su cuarto. La madre mira al padre y este asiente.


—Bueno, vamos a la cama todos juntos.


Esas palabras le vienen a Pepe como el soplo de aire fresco que estaba necesitando. Aún en brazos de su madre, salen del cuarto y cierran la luz. Desde el pasillo, el niño mira hacia el temible habitáculo. Justo en el umbral, unos hombrecillos menudos comienzan a difuninarse con las sombras.


Por detrás, la ventana, con la persiana a medio bajar, le observa con esa expresión que en su imaginación no deja de reír y susurrarle: «Buenas noches, Pepe, Hasta mañana».

***




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