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LOS PLANES COMIENZAN CON UNA ILUSIÓN - Isan



El presidiario que me tocó en la celda era un lenguaraz. La primera impresión que me dio a los cinco minutos de estar con él, fue la de un ejemplo acabado de quien no sabe en qué momento debe parar de soltar sandeces. Me confesó entre taco y taco que se dedicaba al robo, con o sin violencia, según necesidad. Le contesté que era una actividad que merecía la pena. No cabía duda de que aquel comentario no era más que una broma inofensiva o una confusión semántica de palabras homófonas, pero cuando terminé de decirla no estuve seguro de si me había entendido que me gustaba o que había que fusilarle por ello. Yo no quería meterme en líos, menos con un tipo imprevisible como era, cuando, además, me encontraba solo, a su merced. Estaba seguro de que si se me abalanzaba al cuello nadie acudiría en mi auxilio. La suerte fue que no lo hizo y el roce va haciendo amistades o, simplemente, unión de intereses.


En las horas muertas que pasábamos juntos me contaba sus planes. Su mente era una nebulosa opaca de donde podían salir las más disparatadas o geniales ideas. De pequeño soñaba con ir a la luna. Un poco más tarde le pareció mejor fabricar máquinas para no trabajar en la vida y forrarse. Conforme fue creciendo y la vida le abrió a nuevas —que no buenas— experiencias, sus aspiraciones fueron menguando. Se conformaba con un buen puesto en la industria automovilística, pero llevaba un tiempo intentando colarse en cualquier empresa de mierda donde le pagaran un salario aunque no llegara a mileurista. Entre tanto, se dedicaba por las noches a recoger chatarra por los contenedores y las obras de la construcción. Esto le llevó a donde ahora está. Parece que de tanto darle al tarro aquí chapado, le ha renacido la idea original de ir a la luna con un cohete de invención propia fabricado con esos materiales que guarda. No sé qué pensar. Puede ser que haya llegado a un grado de locura que requiera tratamiento o que esté en un punto de genialidad y verdaderamente tenga planes y planos. Si lo consigue pasará a la historia, pero si fracasa habrá acabado con esa perra vida que lleva. En cualquiera de los dos casos, seguro que mejorará su situación.


Para cuando saliéramos me había propuesto ser su ayudante y copiloto. Me hizo comprar el pasaje. Solo admitía efectivo, así que como yo tenía enormes problemas de liquidez, le tuve que apalabrar mi reloj actualmente en depósito de la prisión. Un Rolex guapo, de los buenos, que casi me cuesta la mano cuando lo afané del escaparate. Cada día me está angustiando más la idea aunque, la verdad, no es que yo tenga una vida más placentera que la suya. Me dedico al menudeo de mercancía. Naturalmente de la que pillo por aquí y por allá. Creo que por eso Fonso contaba conmigo, para suministrarle el material que no se encuentra en las basuras.


Empecé mi negocio por cosas pequeñas. Detalles de coches y motos principalmente. Luego me di cuenta de que era más páctico llevarme la moto o el coche enteros pues, de un solo golpe, tenía gasolina, ruedas, cables, cascos y un sinfín de cosas, que de todas se puede sacar provecho. De ahí pasé a las viviendas vacías hasta que me pillaron en una que no lo estaba.


Fonso es un manitas, hay que reconocerlo, es capaz de llegar muy lejos aunque cualquiera sabe cómo y para qué. Cuando hacíamos planes me llamaba ilustre —seguramente querría decir ilustrado— porque conoce mi faceta de acumulador de títulos que en la práctica no me ha servido más que para que mi madre me pusiera en la calle por vago y maleante, según dijo.


Yo también tengo proyectos. Son ambiciosos, pero lo terrible es que, en un momento de debilidad, se los revelé a Fonso y él no entra en la ecuación. Llevamos desde entonces sin hablarnos apenas, estudiándonos, esperando el momento en que pasen los tres meses que nos quedan y nos suelten a la calle para, al menor descuido, saltar el uno sobre el otro porque en este plan solo cabe uno. No solo reclama el cincuenta por ciento del botín (el que iba anexo al reloj) alegando no sé qué derechos de patente de su invento, sino el peluco, que dice que desde que compré el billete es suyo y si me resisto, esta vez sí, me costará la mano.

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