Como hombre libre, hijo de padre y madre ateniense, Hermes y a un anciano de cuarenta y un años, habÃa vivido desocupado la década anterior por haber perdido, a causa de una rara incapacidad manual, su posibilidad de continuar como herrero especializado en armas y constructor de cuencos de barro para beber en los festines y bacanales. Además lamentaba el fallecimiento de su compañera por melancolÃas repetidas y a sus tres hijos en diferentes y feroces batallas cuerpo a cuerpo.
En cada amanecer despertaba desorientado, pensaba en su familia y en su pasado productivo y repetÃa la angustia y depresión del dÃa anterior. Se creÃa fuera del undo, del futuro propio. El ejército buscó otro proveedor y sus empleados hacÃa tiempo que habÃan perdido sus posibilidades de vender tales artesanÃas en barro cocido y otras de maderas talladas, por lo cual se vieron obligados a retornar a la esclavitud en diferentes pueblos. El dolor moral y los sentimientos de culpabilidad crecÃan en Hermes.
Aun con tanto suplicio acumulado en su alma, buscaba alternativas para ser útil, participar en su aldea a la que vio transformarse en polis. SabÃa que debido a la escasez de los recursos naturales, la riqueza de su patria deberÃa ser conquistada por la fuerza o por la cultura. Rogaba a su Dios que lo guiara, que le marcara y definiera su destino por lo que le durara el vivir.
Sentado en un bloque de mármol, en una plaza cercana al Erectejón, con sus columnas majestosas y dinteles reforzados, Hermes vio acercarse a él, a una biga cuyos dos caballos reducÃan su trote y el carruaje se detuvo a su frente, a la par que él sentÃa en todo sus cuerpo, un vibrar, una atracción extraña y creyó haber sido invitado por ese conductor luminoso e informe a subir, a comandar el carruaje de oro por lejanas rutas, pero los caballos de pronto comenzaron a alejarse con trotes rÃtmicos y le fue imposible montarlo y tomar las riendas.
VeÃa a la distancia a ese carro ya empequeñecido y silencioso mientras él se sabÃa otro, renovado, capaz de todo… hasta de definir su destino. PercibÃa una fuertÃsima energÃa interna, un comezón que, a borbotones amables, generaba sus pensamientos.
Por primera vez en sus cuarenta años, se sentÃa un ser realmente libre, capaz de planear sus dÃas, meses y lustros sin deber esperar la guÃa de las divinidades. Emocionado Hermes regresó a su oiko (residencia) donde él habÃa sido un telestai (jefe) responsable y respetado por la familia y el resto de los convivientes esclavos. Ya en su casa, Hermes consiguió la claridad mental necesaria para asumir que no un asno y que pronto sà podrÃa llegar a ser un profundo libre pensador.
De inmediato decidió luchar contra la esclavitud y ser maestro de muchos. Al amanecer siguiente, comenzó a recorrer el camino de su nuevo y propio destino, haya sido este el marcado por los dioses o no. Comprendió que el destino es, para algunas personas un concepto por el cual creen que los eventos y las acciones ya están predeterminadas de antemano, y otros suponen que son fuerzas sobrenaturales las que actúan sobre ellos mismos y en los sucesos que deben enfrentar en toda su vida.
Tras la iluminación recibida desde aquella biga, supo que el destino nunca está escrito en las estrellas, que tampoco es algo inerte e inamovible ni que es el resultado de la voluntad de las diferentes deidades. De pronto supo que son nuestros corazones y mentes racionales quienes eligen los caminos a seguir y las acciones reales, las que nos permiten avanzar por ellos y cumplir con nuestros destinos cambiantes.
Frente al Olimpo, ante un reducido grupo de curiosos, nacÃa su primera arenga, su primer paso hacia el destino elegido.
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