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Mamá - Charo Bolívar - (R)


—Mamá, ¿Cuánta harina le pones?

—La que admita, hija.

Nunca entendí estas recetas de mamá “todo a ojo”. Aceite: un vaso. Pero un vaso ¿cómo?, ¿Grande? ¿Pequeño? Entonces, ella abría el aparador de la cocina, cogía uno al azar y tras llenarlo lo vertía en el bol. Después volvía al bote de harina e iba añadiendo poquito a poquito hasta que notaba la consistencia adecuada de la masa. Lo mismo con el azúcar, el anís, la ralladura de limón… “Mamá es increíble”, pensaba mientras conducía por la carretera al lado del mar. Recordaba que cuando era niña como al entrar ella en la cocina todo se transformaba, la casa se llenaba de olores a comida. Cada época del año tenía el suyo, la Navidad era de canela, la primavera de arroz, el verano de gazpacho y el otoño de gachas, castañas y boniatos asados. Nos arremolinábamos a su alrededor intentando adivinar su toque mágico. Podría ser el calor de sus manos regordetas, las mismas que curaban la fiebre sólo poniéndolas en la frente o su pequeña nariz que era capaz de detectar en el mercado si un pescado o una carne eran frescos. Quizás sus ojos, que nunca descansaban y se multiplicaban para cuidar de sus hijos, para coser, lavar… Fuese como fuese, mamá, tenía un sexto y hasta un séptimo sentido y lo sabía todo. La recordaba a cada instante cuando paseaba por la ciudad y de repente me invadía ese aroma de canela, de ajo, de verdura fresca y castañas asadas que provenía ves a saber de dónde. Y me volvía hacia todos lados buscando encontrarla, con su mandil a cuadros, su pelo negro tan rizado, las zapatillas desgastadas, esperando en la puerta de casa a que papá viniera del trabajo con su bicicleta. A esa hora en que todos volvíamos a donde sabíamos que había llenado cada hueco de un olor inolvidable. Atrapada en mis pensamientos, dejé el coche en la puerta de la residencia y la encontré en la terraza de cara al mar, sentada en su silla de ruedas. Tenía las manos arrugadas, pero su piel seguía siendo tersa y sus ojos, más pequeños que antes, se quedaban quietos mirando el infinito. —Mamá, ¿cómo te encuentras hoy?


—Como siempre, hija. Ya no sirvo para nada en este mundo y estoy esperando que dios me lleve con él—decía sin mirarme.

“No digas eso, mamá”, pensé guardándome las lágrimas.

“Mamá, no sabes cuánto te necesito, no sabes hasta qué punto y cómo toda la vida he deseado que tus besos y abrazos. A ti nunca te gustó mostrarte débil y nos protegías evitando caricias pero, solo con entrelazar los dedos y decirme un “Te quiero” todas mis penas de niña se hubiesen curado al instante.

“A mí me haces falta. ¿quién si no va a rezar cada noche pensando que no la escuchaba para que no me pase nada malo? ¿En quién me voy a refugiar aquellos días de tormenta cuando tengo tanto miedo a los truenos y relámpagos? ¿De dónde voy a sacar las fuerzas para que mis manos, como las tuyas, curen la fiebre a mis hijos? “No soy una roca, como las demás mujeres, no soy fuerte ni puedo con todo. Y me derrumbo en muchas ocasiones intentando que nadie lo vea. Mamá, me enseñaste a no pedir ayuda, a crecer y hacerme adulta y a adivinar por mí misma cuánta harina había que poner a ojo y cuantos palmos medía una cama y que para hacer unas cortinas necesitábamos el doble de tela. Sin embargo, mamá, espero ese beso y ese abrazo tuyo. No sé cómo puedo echar tanto de menos un amor que nunca he tenido”. —¿Quién eres? — dijo de repente mientras sus ojillos se clavaban en los míos. Ya no me conocía. Y sólo se me ocurrió sacar del bolso esa libreta vieja de recetas de la abuela y leer lo que ella escribía a lápiz. —Roscos de Anís: Un vaso de aceite, un vaso de anís, un poquito de azúcar, la ralladura de un limón y harina la que admita… “Es así, mamá, cómo veo que tus ojos se llenan de luz buscando algo a la que agarrarte, paseando por el cielo azul del patio de la residencia y de repente te despiertas de un ensueño. Te llenas de la brisa que se arremolina a nuestro alrededor y muy flojito se te escapan esas palabras que son la única manera de mostrar tu amor” —Huele a canela.

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