Las dos mujeres estábamos sentadas en el comedor, cuando María habló como para sí misma: ―Esto tenía que suceder algún día, no es que me alegre, pero tampoco lo lamento―. Se levantó con aire cansado, abrió la puerta del mueble-bar y se puso una buena cantidad de DYC con un único hielo, sabía que sería el último en bastante tiempo. Esa misma tarde la oí hablar, con los de la cárcel, por teléfono y más o menos estas fueron sus palabras: “Sé que sale hoy y que ustedes no pueden hacer nada. Si llamo es únicamente para que le recuerden que nadie le espera en casa, que es mejor que no venga.” Todavía me encuentro ensordecida por el estruendo del disparo, y aunque el humo ya se ha se ha disipado, siento su regusto acre en la garganta. Cogidas de las manos permanecemos en penumbra, lo que permite ver la luz de la escalera a través de los agujeros de la puerta. Encima de la mesa, junto a la masa de croquetas que no se liarán, descansa la escopeta, ya vacía. María está tranquila, vuelve a sentarse pesadamente, hace tintinear el cubito en el vaso y me dice: ―¿Podrías hacerte cargo de la casa cuando lleguen estos señores? Una sirena se escucha cada vez más cerca
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