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Masas inútiles - Ceyla Ramos - (R)

Entró en su habitación y cerró la puerta con cuidado, tratando de no hacer ruido. «Por fin se durmieron», pensó. Dio dos pasos y se detuvo en seco. —Por fin se durmió —se corrigió en voz alta y continuó su camino. Se sentó sobre la cama, se quitó los zapatos y se masajeó las plantas de los pies que a esa hora de la noche le cobraban todo el trajín de la jornada. Estaba agotada. Le parecía un milagro haber sobrevivido a un día como aquel. Si se detenía a pensarlo, no era consciente de cómo había logrado terminar cada una de sus tareas. Ahora la rutina de la vida la superaba por mucho, el cuerpo le dolía y su ánimo era inexistente. No creía tener la fuerza necesaria para levantarse de la cama en la mañana. Y realmente no quería hacerlo. Ver de nuevo la luz del sol significaba vivir otro día sin sentido, otro día lleno de ocupaciones que distraían su mente, pero que no lograban borrarle la tristeza. El niño que dormía plácidamente en la habitación al final del pasillo era la única razón que tenía para continuar transitando ese espiral interminable en que se había convertido su vida. Se levantó de la cama y arrastrando sus pies fue hasta el baño. Tomó el cepillo de dientes y le echó crema dental, lo introdujo en su boca y mientras lo movía lentamente por toda la dentadura, miró su reflejo en el espejo. Esa mujer pálida y ojerosa le parecía una desconocida. En sus rasgos no había nada de lo que ella era o de lo que había sido alguna vez. Pero aun así esos ojos tristes y ausentes era la mejor representación de su alma vacía. Suspiró y alejó la mirada de aquel fantasma que imitaba sus movimientos. Se agachó para enjuagarse la boca y, al hacerlo, se dio cuenta de lo mucho que le dolía el pecho. Era un dolor que había estado presente durante todo el día, pero que había decidido ignorar. Se irguió de nuevo y una punzada más fuerte la hizo estremecer. Era hora de solucionarlo. Dejó él cepillo en su lugar y se amarró el pelo en una cola mal hecha. Se quitó el sostén halándolo por una de las mangas de su pijama y, en lugar de encontrar alivio, el dolor se hizo más intenso. Sus abultados senos salieron de la prisión en la que estaban y le reclamaron por su olvido. Los tocó con ambas manos, masajeándolos por debajo la tela. Con sus dedos sintió la dureza que se escondía debajo de su piel. Los apretó suavemente y esa leve presión aumentó su dolor. Los odiaba. Odiaba sus senos tanto como a su propia existencia. Los odiaba porque no eran más que dos masas inútiles adheridas a ella que estaban allí solo para producirle un terrible sufrimiento en su cuerpo y en su alma. Se miró al espejo y vio que la delgada tela de su pijama se humedecía justo donde sus sobre dimensionados pezones se erguían orgullosos. Volvió a apretar con más fuerza, infringiéndose dolor y alivio a la vez. Aquel tormento la llevó hasta las lágrimas. Lloró sin restricciones mientras apretaba sus senos una y otra vez, extrayendo todo el alimento que cargaba dentro de sí. Quería vaciarlos para ver si así también acababa con la pena que tenía incrustada en el alma. La pijama ahora estaba empapada y por la piel de su abdomen se escurría la leche que dos semanas atrás habría servido para alimentar a su segundo hijo, pero que ahora se desperdiciaba cayendo al suelo como si fuera basura. Sumida en un horrible dolor físico y ahogada en su miseria, se dejó caer al piso y lloró desconsolada tal como lo hacía cada noche desde que su bebé murió. Lloró por el hijo que nunca volvería a tener entre sus brazos y maldijo a sus senos por ser el cruel recordatorio de su desgracia.

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