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MI GLORIA - Mª Jesús Hernando- (R)


*

— ¿Me quentas os pes rapaciño?

Mi Gloria siempre empezaba, así cuando quería mis favores. Antes, yo había ignorado sus pasos a lo Ginger Rogers en el cabecero de la cama; así que cuando sentía sus extremidades de hielo sobre mis pantorrillas tenía la impresión de que eran un castigo por mi desgana. “¡Qué va, ella es incapaz de ser cruel”, me decía a mi mismo mientras veía su gesto mimoso sobre mi cara antes de preguntarme con su acento gallego.

— “Facundo, fermoso ¿serás fecundo?”

La frase, que en otros tiempos era música para mi libido —quizá tantas efes seguidas me hacían pensar en el verbo que omito por no ser grosero— ahora me encoge. Aunque en su recuerdo me tenga por un tigre fiero, nunca lo fui: No tenía constantes arrebatos turbulentos, tampoco era un apocado, estaba más bien en la media.

Por circunstancias que no vienen al caso, con los años me he convertido en un gato doméstico y ronroneante; un burgués del sexo, podríamos decir, que ya lo tiene todo hecho. Quiero mucho a mi Gloria. Por eso, al verla tan infeliz, la víspera de nuestro cuadragésimo aniversario, le propuse firmar el epílogo de nuestro matrimonio. Casi se le saltaron las lágrimas, pero pudo reprimirlas y como buena gallega—que no se sabe si va o viene— solo respondió.

—Ya veremos.

Y me quedé con un presentimiento funesto, pensando que me había precipitado y ella misma me iba a hacer el equipaje para darme todas las facilidades, ya que la oferta la había hecho yo.

Pero me equivoqué, al despertar no había maleta a la vista. Sí llegó hasta mí, el olor del café recién hecho y sobre la mesa de la cocina me esperaban: las tostadas, la mantequilla, la mermelada y hasta las galletitas que tanto me gustan. Pensé que quería endulzarme el golpe de gracia, sin embargo, ella estaba resplandeciente y activa. Terminó de un trago su café con leche y se fue a trabajar, como todos las mañanas. Pasé el día solo, corroído por las dudas. Para distraerme puse más empeño que nunca en las labores de mayordomo que se habían convertido en mis obligaciones desde mi jubilación.

A las siete de la tarde, puntual como un reloj, Gloria hizo su entrada triunfal. Canturreaba mientras se acercaba a mí ofreciéndome la caja que llevaba entre sus manos.

—Esto nos va a llevar a otra dimensión, Facundo. Ya no tienes que preocuparte.

La miré extrañado, pero tenía razón. Lo probamos inmediatamente y desde entonces puedo decir que Gloria ya no tiene que pedirme nunca que le caliente los pies.

*




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