Aquella mañana, por casualidad, tropecé con una linda miniatura llamada hada Verde. Me preguntó si escuchaba el llanto desconsolado de la Selva. Por más que intenté sintonizar mi oÃdo de madera sorda, no conseguà escuchar nada.
Mi pequeña amiga, cada vez más angustiada, bullÃa de un sitio a otro sin control, le zumbaban las alas de tembleque en tembleque con eco de gemidos.
Enjugué sus lágrimas con delicadeza y abracé sus sollozos con mi luz, dándole calidez.
Ella tenÃa la magia conectada a la de Madre Tierra, la sentÃa quemada, desfallecida, falta de oxÃgeno, sufriendo un paro multiorgánico... yo, envidiaba esos lazos de energÃa entre las dos. Ella, dándose cuenta, clavó con rabia su hechizo en mi cuerpo, la maldición me humanizó, al instante supe que debÃa ayudar, ella me entendió, yo la escuché.
Como no podÃa concentrarse para hacer su abracadabra, le presté mis orejas de quita y pon. Asà desconectó del ruido ambiental y con su varita de piedra tosca tocó el caudal del rÃo. El agua se agitó provocando un huracán de lluvia sobre la piel clorofila cubierta de llagas. Lavó humo, apagó cenizas, regó compost, penetró el mantillo del bosque, amamantó semillas y limpió heridas nuevas y viejas.
Estuve no sé cuántos años sacándome el tÃtulo de cuidador junto a mi gran compañera, sin necesitar ningún papel acuñado, ni currÃculum.
Ahora, ¡la admiro!
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