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MIS DESDICHAS Y GOZOS - El chaval


Durante los quince años que he estado presidiendo una sala de estar, sin dejar un instante de contar las horas, he participado de las alegrías y sinsabores de una familia que siempre se preocupó de tenerme en la posición adecuada, para que no sufriera en las subidas hacia la marca de las doce.

Un día muy especial, y que me sentí muy orgulloso fue, cuando todas las miradas se fijaron en mí en el momento que Marta emitió los primeros vagidos al venir a este mundo; El padre, salió como una exhalación de la habitación para anotar la hora, sabedores de mi gran precisión.

El abuelo, me miraba cuando intuía que la hora para dejar la lectura era la apropiada; se acomodaba los madreños que le hicieron en Holanda, y con el ruido característico de sus pisadas sobre el piso, ayudar a la abuela a preparar la mesa para la comida.


La mala historia, es que los jóvenes habían decidido que el sillón del abuelo, gastado como el, una lámina de la madre de Rembrand leyendo un libro, otra de Vermeer de “La joven de la perla” y yo mismo, abandonemos la casa.

¡Así, por las bravas! Sin respeto a los abuelos que fueron los artífices de la compra en su viaje al museo de Amsterdam; A mí me es igual si quieren cambiar el orden de la casa, pero me hubiera gustado poder saltar o salir de un refugio como los compañeros de “cuco” por si resultaba más simpático y me dejaban donde estaba… pero todo daba a entender que no sería posible.


Al abuelo, no le gustaba desprenderse de su sillón; Éste se había acoplado a su cuerpo, incluso la forma de los codos estaba marcada por el hábito de la lectura. Tuvo que acompañarle la abuela a una tienda especializada, para que viera el nuevo sillón articulado y probara que podía leer a gusto y además echar la siesta.


Pasaron unos días, y en la furgoneta cargada con las “inutilidades” que al parecer no interesan y que desgraciadamente iba yo con ellas, nos adentramos en un pequeño bosque; Y sin tener en cuenta las conversaciones que habían tenido, sobre la vergüenza de algunas personas de hacer servir el bosque como estercolero, se apresuraron a vaciar el vehículo.


Marta, ya tiene seis años; una niña pelirroja y con coletas que me había llevado en su regazo; Me depositó con delicadeza en un lugar seguro entre los trastos, a resguardo de la fina lluvia. No había olvidado que conmigo aprendió los horarios.

Pasé toda la noche con angustia relojera; Cómo mi corazón eléctrico se iba debilitando con la humedad del ambiente y que solo emitía un, cric cric cric, sin fuerza para mover mi largo brazo.


La afición en la búsqueda de hongos o setas, propició que unas voces de niños pasaran junto a los desechos donde me encontraba con mi cara de cristal expuesta a la lluvia. Uno de ellos se acercó curioso para verme, y decir a su compañero. —Mira, Fidel—, un reloj muy grande redondo y hace ruido, parece que funciona.

—A ver, déjame Dimas, que le limpio el cristal que está sucio y opaco que no veo como es… Qué bonito, fíjate, y tiene mariposas dibujadas en la madera a su alrededor.

—Y tiene números romanos como los que nos enseñan en la escuela. ¡es mío eh! —dijo Dimas—, porque lo he visto primero.

Ante la discusión que se producía, el padre intervino para poner paz y que acabaran de una vez. Con el zarandeo de la disputa y a pesar de mi debilidad ya me veía con la integridad física por los suelos, lo que significaba que dormiría entre los escombros para siempre. Entre los dos pequeños me introdujeron en el coche, y a partir de ese momento ya nada funcionó en mí.


—A ver, niños, parece ser que está en buenas condiciones, y quizá el ruido que hemos oído es que las pilas las debe tener casi agotadas.

En ese estado de inconsciencia total no pudo saber que le habían limpiado a fondo, renovado las pilas y situado en una pared del comedor. Desde su lugar privilegiado, la nueva familia le miraba sonrientes y satisfechos de haber podido rescatar a un reloj tan bonito.

*




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