Cierro el libro, dejándolo sobre las blancas sabanas de la cama de su habitación. Él ladea la cabeza, mira al techo y cruza los dedos sobre su abdomen, con una mirada perdida, en algún lugar que me gustarÃa comprender... —¡Menudo personaje tenÃa que ser el que escribió este libro! —dice—, ¿quién es el autor? —Eres tú, papá —respondo—. Siempre ha sido de tus favoritos. Fue una de tus primeras obras publicadas—. No me cree, nunca lo hace; quizá yo tampoco lo harÃa. Coge el libro y lo escudriña. A pesar de su vista cansada logra reconocer al autor. Se asombra. Lo sé por cómo le tiemblan las manos. —"J.H.Runnion"... —sus ojos vuelan hacia mÃ, aún sin creerlo. Lo lee otra vez, y otra. Siempre disfruto los momentos como este, en los que sus rostro recupera su antiguo brillo—. ¡Ben, soy escritor! —grita señalándose con la mano libre —. ¡Ja!, ¿puedes creértelo? No me llamo Ben, pero después de tanto tiempo me he acostumbrado a ese nombre. Al principio solo ocurrÃa de vez en cuando y lo tomábamos como una broma. No recuerdo el momento en que dejó de serlo. —Oye —me aprieta la muñeca—, ¿por qué estamos en el hospital? Es porque se me olvidan las cosas, ¿verdad? Apoyo mi mano encima de la suya y miro su semblante triste, lleno de culpa y confusión. No me gusta mentir, pero me obligo a hacerlo. —No, papá… —niego sin mirarle a los ojos. —Ara está tardando mucho, ¿no crees? Me mira confuso. —Habrá pillado un atasco, supongo —murmura. No tengo muy claro si recuerda quién es ella. Se hace el silencio. A él no le apetece hablar y yo no encuentro nada que decir. Afortunadamente una enfermera nos interrumpe. Es una muchacha joven, de cabello pelirrojo y unos veinte años. Seguramente una estudiante en prácticas —Buenos dÃas. —Habla en un tono a caballo entre lo efusivo y lo inseguro. Debemos transmitir alegrÃa, porque no tarda en bajar la cabeza y ponerse a montar sus chismes. Se dirige a mi padre y le explica que debe hacerle una analÃtica. Le enseña la aguja y él se estremece como si viese un aguijón rebosante de veneno —nunca le gustaron los hospitales—. Ella me observa de soslayo con una mirada que me desviste de mi coraza de piedra. Niega con la cabeza mientras le prepara el brazo. —DeberÃa salir a tomar un café. Viene bien despejarse un poco de... —hace un gesto amplio con el que engloba la sala —. Ya..., ya sabe a qué me refiero. SÃ, desde luego que lo sé. Se refiere a esta maldita planta. OncologÃa. —Estoy bien —respondo con un tono uniforme y educado. Ella asiente y vuelve a su trabajo cabizbaja. Supongo que tampoco sabe qué decir. Mientras la observo desenvolverse con mi padre suena mi teléfono. Probablemente mi mujer. —¡Cielo!, ya estoy llegando, acabo de aparcar, tan solo dame dos minutos. ¿Cómo se enc...? —Reparo en que la sala se ha vuelto inquieta y en que la muchacha lucha con mi padre. Va perdiendo—. ¿...Cielo? —Perdóname, amor, ahora te veo. —Doy unos pasos hacia la enfermera—. Están tratando de sacarle sangre y hoy está algo peleón. Cuelgo y respiro hondo. —¡Papá —grito—, no dejas a la pobre muchacha trabajar! Venga, cuéntale esa historia de la que siempre hablas. Relaja los hombros y me mira con una sonrisa pÃcara. —¡Oh, eso! —comienza a sonreÃr—. Verás, estábamos en Sudáfrica, cuando el servicio… militar… era todavÃa obligatorio. Nos habÃan dado un aviso sobre unos cazadores ilegales de elefantes africanos… Todo se trunca cuando mi padre le suelta una inesperada bofetada a la pobre muchacha. —¿Tú quién eres?, ¡me has hecho daño! —me mira— ¡Tú lo has visto! En cosa de un pestañeo dos celadores luchan para inmovilizarlo. Siempre suelo llevar una foto nuestra en la cartera para tranquilizarle, pero debo habérmela dejado en el coche. Uno de los celadores se gira hacia mÃ. —Es mejor que salga, señor —dice sacándome a empujones. —¡No tienen ni idea de quién soy!, ¡soy… soy…! Lo último que veo antes de que el celador cierre la puerta es a mi padre, en un ataque de confusión, buscando un aliado que lo tranquilice. Mi mujer aparece al final del pasillo, pero me desmorono antes de que pueda llegar a mÃ.
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