Don MartÃn de Torres y Fonseca, hidalgo cuya larga estirpe se remonta hasta los primeros condes de Barcelona, casi mendigo en la actualidad, yace en su mÃsero camastro en una casa de las afueras de La Muy Noble y Leal Ciudad de Nuestra Señora Santa MarÃa de la Asunción. Se revuelve afiebrado, tiene sueños malos. Huele a suciedad, a sudor y a borracheras viejas. La pequeña Misky ya se ha acostumbrado a los distintos estados de humor de su amo. Por ello, siempre que puede, se ubica lejos, rogando que no la recuerde, que no la vea. No habla ni sabe su edad, solo sabe que todavÃa no es su tiempo para ser mujer. Nacida con la señal de los dioses en su rostro, ha aprendido con mucha velocidad que lo mejor es pasar desapercibida. Y se ha convertido en una maestra en ello. De su aldea, solo ella ha sobrevivido. Se habÃa quedado paralizada ante la violencia con que los extranjeros habÃan destruido el poblado. Los hombres y niños que habÃan logrado sobrevivir habÃan sido atados por el cuello y llevados muy lejos, como si fuesen animales. Las mujeres habÃan sido repartidas entre los invasores, y la gran mayorÃa habÃa sucumbido bajo ellos. Los ancianos habÃan muerto en una orgÃa de llamas y dolor. Incluso habÃan matado a la abuela que le estaba transmitiendo sus conocimientos porque ya su tiempo se terminaba. Ella quedó para don MartÃn como un rezago, como mercaderÃa de descarte. Nadie querÃa a la niña silenciosa de labio hendido. Y ahora es lo único que le ha quedado al conquistador. Nadie da una moneda por ella. Por si fuera poco, no sirve para la cama con esa boca que causa espanto. El señor cura se la habÃa llevado de la mano con el encargo de que debÃa criarla para mayor gloria de Dios en esas tierras malditas. No podÃa darse el lujo de rechazar semejante solicitud. Don MartÃn está furioso. Furioso con la vida y con su mala estrella, furioso con el Cielo, (pero eso no lo podÃa decir, de lo contrario el señor cura se enterarÃa y lograrÃa aumentar sus ya más que abultadas deudas). HabÃa recibido noticias nefastas. Sus cuñados, los hermanos de la muy católica MarÃa Eugenia de las Nieves Orozco y Medina, estaban en camino para conocer la explotación que con tantos lujos les habÃa contado que poseerÃa. Los muchachos eran de cuidado, de cuchillo fácil y paciencia escasa. SerÃa difÃcil explicarles que la dote que le habÃan dado habÃa desaparecido en las interminables noches de dados del viaje por mar y en las escasas mujeres del puerto de Santa MarÃa cuando llegaron a tierra. Poco era lo que le habÃa quedado, apenas le habÃa alcanzado para conseguir algún transporte decente hasta esas tierras perdidas en medio de la selva. HabÃa logrado alguna encomienda, pero los indios eran indolentes, no entendÃan que tenÃan que trabajar sin descanso, habÃa que castigarlos. Y el resultado habÃa sido que se habÃa quedado sin ellos, habÃa tenido que malvender todo de a poco, hasta que le quedó apenas la destartalada casa y una india con la cara deforme a la que debÃa alimentar e instruir. HabÃa realizado varios trabajos para otros encomenderos, buscando a los fugitivos, pero era un trabajo arduo, y las ganancias obtenidas se le habÃan ido entre los muslos de las indias de la posada. El hombre arde abrasado por las fiebres. Misky le coloca un paño húmedo sobre la frente, y le ofrece agua. Tiene un sabor extraño y la arroja con violencia, pero la sed lo abrasa. Ella le vuelve a ofrecer, él la bebe. La fiebre remite. Para la noche el conquistador, recuperadas sus fuerzas, ha embargado uno de los últimos botones de oro de su aterciopelado jubón escarlata para disfrutar de los dudosos lujos de una noche en la posada. El amanecer lo encontró vagando por las callejuelas, vomitando hasta la hidalguÃa. Para el anochecer el orgulloso caballero español no era más que un cadáver. El alcalde y el señor cura certifican su muerte y se retiran, las moscas lo cubren. Aparecen algunos vecinos y sin pudor alguno se llevan lo que les pueda servir, peleándose por las botas con hebillas, último tesoro del hijo menor de una noble familia con mala suerte. La niña espera; cuando sea el momento, se irá. En tanto, juega con una pequeña bola de masa entre sus manos. Ella es la única que sabe que ha sucedido, pero nadie lo puede sospechar.
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