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Musa - Mario Fernández - (R)

Era un artista truncado. Nunca fue capaz de elaborar nada que tocase el espíritu de nadie. Tampoco lo intentó, ya que sabía que la inspiración aún no lo había envuelto en su abrazo. Vivió a la espera de encontrar aquel desencadenante y liberar el maravilloso potencial que sabía que aguardaba en su interior. Era el artista más importante de su tiempo, pero la humanidad aún no lo conocía. Hasta que un día la vio. Solo la vio en una ocasión. Fugaz, efímera. El tiempo solo le permitió un breve lapso para posar sus ojos sobre aquella mujer, pero fue suficiente para imprimir una imagen en su memoria que llevaría con él durante el resto de su vida. O eso creyó al principio. Fue así que su yo entregado al arte emergió despierto y presto a mostrar al mundo su auténtica identidad. Cada mañana abría los ojos con el recuerdo de aquel rostro inundando su pensamiento. Le trasladaba de los sueños al paraíso, y creaba. Sus sinfonías harían llorar al más aguerrido. Sus cuadros tenían alma. Sus novelas susurraban ideas capaces de tumbar imperios. Todo lo que el artista tocaba devenía exquisito, pero nadie aparte de él pudo disfrutar aquellas maravillas. El artista no podía enseñarlas. No debía. La mujer era el catalizador de su arte, y quien no hubiese posado sus ojos en ella era indigno de sus obras. Porque no las sabrían apreciar. Porque ella no los había elegido. Así pasaron los años y el artista se rodeó de la más majestuosa colección, sin nadie más que él para observarla. Pero pobre del artista, quien no tuvo en cuenta la levedad de la memoria. Aquel ente caprichoso que se pudría con la edad. Demasiado tarde fue cuando intentó plasmar la esencia de aquella mujer. La belleza de la que un día fue testigo no pudo ser descrita con palabras. Ningún pincel, por fino que fuese, pudo trazar los suaves ángulos de su rostro. Sus manos no pudieron dar la forma requerida a la arcilla, sin importar cuán uniforme fuese la masa. Escribió, pintó y esculpió las más bellas obras de la historia, pero no fue capaz de inmortalizarla a ella. Y así, un día despertó sin recordar su rostro. Entre lágrimas le gritó al amanecer que parase su avance. Que volviese atrás y le diese una última oportunidad para intentar plasmar aquel rostro en un lienzo, o describirlo sobre papel amarillo. Miró al sol a los ojos y bramó sus órdenes. Pero el astro rey tenía otras intenciones y siguió su camino. Y el artista se convirtió en hombre, con los ojos quemados por el fuego de su estrella y los oídos sordos por sus propios gritos. Era justo, pensó, ciego y sordo, porque el olvido había anegado su musa. Porque ya no era digno de sus propias creaciones. Y aquella colección, merecedora de las más intensas miradas, del más agudo oído, quedó confinada en el olvido por un hombre que creyó ser algo que nunca fue.

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