Precuela del cuento
El león, la bruja y el armario.
de C.S. Lewis.
En el dormitorio, encerados como castigo por haberse peleado entre ellos, los cuatro hermanos permanecÃan enojados. Continuaban discutiendo; buscaban al primer culpable; se acusaban mutuamente; Peter, el menor, comenzó a lloriquear y Lucy, la mayor, trataba de consolarlo cuando la madre entró y los volvió a retar:
—¡Basta chicos! Si siguen con gritos, no saldrán por una hora más. Ya son tres. Se callan y aprovechan para pensar, para imaginar buenos comportamientos —y cerró la puerta con estruendo.
El dÃa muy caluroso y apacible calentaba las habitaciones y el encierro se volvÃa insoportable para los chicos. Se miraban sin animarse a reiniciar las discusiones, hasta que Edmund se animó a sugerirles, entre vergüenza y tartamudeos:
—¿Y si nos contamos a que querrÃamos jugar, que lugares conocer, que aventura nos gustarÃa hacer?
—¡Eres loco! —exclamó Susan, burlándose como siempre lo hacÃa.
—¡No es loco! Me parece una buena idea… Comienzo yo —dijo Lucy—. A mà me encantarÃa conocer la nieve. Dicen que no hace tanto frÃo. Quisiera patinar en los hielos de los lagos. SerÃa fantástico hacerlo y no me aburrirÃa nunca.
—A mà me gustarÃa hacer muñecos de nieve… Bien grandes y a todos les pondrÃa una zanahoria como nariz… Ah… y también harÃa guerras de bolas de nieve —reveló Peter, animado por recordar lo visto en un libro con muchas láminas y pocas palabras.
—¿Y vos, Susan? —preguntó Lucy, entusiasmada.
—A mà no me gusta el frÃo…
—¡Te abrigás bien y listo!... Vamos pensá que paisaje querrÃas conocer, a que jugar…, fantaseá un poco… Dale —la alentaba la hermana.
—Bueno, pero no se rÃan —pidió Susan y agregó—. Me encantan los bosques llenos de flores, con leones y jirafas y si hay brujas…, mejor porque no les tengo miedo. Cuando yo sea grande quiero ser una bruja buena y ayudar a los chicos.
Ninguno se rio y durante un rato conversaron pausados sobre hielo, nieve, bosques, leones y brujas. En un momento, alguien preguntó:
—Susan ¿no te asustan los leones?
—Si son de piedra… no.
—Es mejor decir… si son de ebúrneo… no —sentenció Lucy, como la más sabia.
Continuaron mostrando el poder de cada imaginación: surgÃan trineos con renos, niños esquimales, iglúes y escobas de brujas, pero luego recomenzaron a superponer las ideas propias hasta tal punto que afloraron nuevas y pésimas discusiones, hasta qué, con voz fuerte, Lucy les aclaró:
—Si peleamos a los gritos, mamá nos volverá a retar y… será peor. Pensemos para divertirnos.
Y en silencio, a veces interrumpido por ruidos de vuelos de aviones, los chicos volvieron a concentrarse. Cuando las caras mostraban agotamiento, de pronto Edmund habló fuerte, le respondieron varios, los tonos de voz subÃan, hubo sillas al suelo y llantitos poco reprimidos. La puerta del dormitorio se abrió de golpe y la madre, con el ceño fruncido, le aseguró:
—¡Una hora más!... ¡Son cuatro! —y luego de enfocarlos con su mirada centellante, cerró la puerta con más ruido que la primera vez.
Horas después entró el padre sonriente, los saludó y, ante sus señas, los cuatro hijos, cabizbajos, fueron liberados. El resto del dÃa y la semana siguiente la transcurrieron tranquilos y obedientes. Lo único que los alteraba eran los aviones de guerra que, cada tanto sobrevolaban Londres.
Durante una cena, el padre, con cierta angustia y mirada tristona, les habló a los chicos:
—Con vuestra madre hemos decidido enviarlos a la casa de un señor anciano muy amable y divertido. Es un amigo del abuelo. Este buen hombre vive lejos de acá, en un castillo lleno de muebles viejos y de juguetes antiguos. En las habitaciones encontrarán sorpresas y magia. Esa casa enorme está en el campo, donde los aviones no tirarán bombas. Ustedes saben que es posible que en pocos dÃas más, comience una guerra. Allá estarán felices porque podrán jugar a toda hora, sin descanso. Nosotros nos cuidaremos: somos grandes y sabemos hacerlo. Cuando termine la guerra los buscamos…
—SÃ… los buscamos y nos abrazamos para siempre —agregó la madre, sin mostrar sus ojos llorosos.
—¿Una guerra entre paÃses? —preguntó Peter, muy asustado.
—SÃ, hijito, entre paÃses tontos, pero terminará antes que llegue la Navidad. Ahora a dormir, que salimos mañana temprano para el castillo.
*