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Observo - Leonardo Ossa C (Medellín - Antioquia)- (R)

OBSERVO

No tengo recuerdos de mi padre porque murió cuando yo era bebé. Mamá entristeció hasta el extremo guardando luto durante muchos años, razón por la cual, crecí bajo su mirada absorta y sombría, similar, a la que siempre me dirigían los pocos moradores del paraje rural de nuestro rancho.

La actitud de ellos hacia mí, claramente indicaba que debido a su ausencia estaba destinado a una invariable vida de limitaciones o necesidades. Supe más tarde que tenía un padrino, alguien allegado a papá que eventualmente traía a casa algún auxilio, hablaba poco, me tocaba la cabeza con la palma de su mano justo antes de huir, librándose de la visita.

Yo, no hablaba mucho a mamá aunque me sintiera a gusto en su presencia. Su mirada esquiva, los suspiros y el silencio dominante entre nosotros, hicieron que creciera enmudecido, balbuceando apenas lo necesario.

Mi vida en el campo pasó sin hechos importantes hasta la adolescencia. De niño, solía ingresar al bosque para nadar a solas en los riachuelos, mirar a las aves cantar, y a las lagartijas asolearse sobre piedras. Además, acostumbraba empapar mi ropa bajo las copiosas lluvias durante mi regreso a casa por entre la selva.

Alguna tarde, casi noche, encontré a mamá nerviosa tras percatarse de una serpiente, de esas bravas, con escamas en triángulo amarillo o en canamayté, que se guareció bajo la casa reptando por un hueco entre la tierra y la madera. Mi pobre madre no pudo dormir aquella noche, la dominaron los nervios. Esto la hartó.

Al amanecer, desvelada como estaba, me despertó para anunciar que decidió aceptar una antigua propuesta del padrino, quien sugirió un traslado al pueblo para trabajar en una residencia familiar que nos daría albergue.

Dispuestos a partir, empacamos en costales de cabuya nuestras pocas pertenencias y nos fuimos en las bestias de un vecino contratado para el viaje.

La casa del pueblo me pareció inmensa, abastecida con lujos que jamás había visto. Sin embargo, la mujer que atendía la cocina explicó a mamá que esta era una casa modesta. Nuestra habitación, ubicada en la parte trasera de la vivienda era amplia y cómoda, estábamos agradecidos por ello y por tanto alimento.

Crecido como estaba, no había pisado yo núnca una escuela, así que no tenía cabeza para hacer cosa distinta a la que siempre había hecho, mirar con detenimiento ya no los pájaros y lagartijas, sino más bien cada labor y costumbre de los circundantes. Al permanecer mirando a todos, pronto estorbé en la sala de visitas, en los pasillos de descanso, en el despacho del señor y en la cocina.

Mamá optó por dejarme salir a la calle en donde todo era nuevo para mí. Deambulando, fijé mi atención en una jovencita que lucía un traje blanco y una cofia con insignia. La seguí, hasta que ingresó a un caserón blanco habitado por gente angustiada de apariencia enfermiza.

Mi presencia allí no molestó a nadie. Vi una plazoleta interna, adornada en el centro con un surtidor de agua entre árboles inmensos que brindaban sombra. El sitio era apacible y sus habitantes lo recorrían a pequeños pasos, ayudados siempre, de otras mujeres vestidas de blanco.

En ese recorrido me topé a la misma chica a quien había venido siguiendo, estaba ahora de pie sosteniendo una cuchara, dándole a un anciano su alimento mientras éste reposaba en una cama. Ella, no se percató de mi presencia, pero la mirada inquisitiva que me dirigía el viejo, hizo que ella presumiera parentesco entre los dos, pero ambos lo negamos.

Mis consecutivas negaciones sobre familiaridad, ya durante el procedimiento de curación de una anciana, ya del suministro de medicación a un muchacho o de las compresas calientes puestas a otros más, hicieron que la mujer de cofia e insignia me llevara de la mano hacia otro patio arbolado, bonito y escondido tras un gran portón bajo llave, en donde vi personas caminar en círculos, musitar incoherencias y reír en soledad.

La mujer, quien me trajo aquí, abandonó el lugar por la misma puerta diciendo que vendrían a evaluarme. Luego, un señor vestido de blanco, entrado en años, ya canoso, me preguntó cosas, me hizo tragar varias bolitas blancas con un poco de agua y desde aquello... han pasado varios días.

Ahora que llueve a cántaros empapo mi ropa, alzo mis brazos al cielo y hago lo que más me gusta: observo.


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