El dÃa primaveral invitaba a la positividad y eliminaba excusas para que Neyen no cumpliera su compromiso, ya ineludible. Con sus ochenta años bien vividos y desde hace una década en soledad, con su única hija y cuatro nietos radicados en España, se entretenÃa con Roto, un perrito callejero que adoptara y con quien conversaba cuando permanecÃan en el jardÃn.
Gozaba de una salud razonable, aunque relativa y opaca. AsistÃa con regularidad al médico de cabecera y a otros especialistas a quienes, en general, primero obedecÃa y a veces, se negaba a realizar los estudios o directamente los retrasaba hasta el olvido. Le habÃan otorgado una fecha cierta para la operación de su vesÃcula… ya postergada en tres oportunidades por problemas del cirujano, por la alterada situación gremial y por su propia cobardÃa.
Temprano dejó agua fresca y la comida de Roto —para cuatro dÃas— en el alimentador de balanceados, que él mismo diseñara y construyera: estaba seguro de que él volverÃa antes. Regó en abundancia las plantas del jardÃn y luego de bañarse, se vistió, tomó el bolsito que preparara con cuidado, sin que faltare nada para los dos dÃas de internación prometida. Se aseguró que Roto permaneciera en su cucha y cerró la puerta. En la vereda echó un vistazo general al frente de la casita modesta, pero bien pintada y, satisfecho por su valentÃa, caminó hasta la esquina para tomar un taxi. La clÃnica no estaba lejos: llegarÃa antes de la hora prefijada.
Luego de minutos de viaje, el taxi se detuvo: sobre la avenida, una densa y habitual manifestación reclamante de derechos, cortaba el tráfico en ambas manos. Neyen, nervioso, miró hacia atrás y pudo observar que buena parte del piquete, a los gritos y con carteles en alto, impedÃan el retroceso del auto. Alarmado y maldiciendo al universo en voz baja, pensó: «no estoy lejos, quedan menos de seis cuadras. TodavÃa puedo caminarlas y llegar apenas tarde». Pagó al taxista, saludó y bajó. Se hizo paso entre los quejosos —sin importarle que lo miraran con enojo— que exclamaban consignas entre el retumbar de tamboriles. Por fin, quedó en soledad.
Caminaba agitado, atento a no caer, con el bolso en su mano derecha, cuando vio a un niño, de unos cuatro años, solo, sentado en la vereda. Le pareció que lloriqueaba. Se acercó y miró en cÃrculo: nadie. Le acarició la cabecita y preguntó:
—¿Estás solo?
—SÃ.
—¿Y tu mamá?
— Lejos. Está con mucha gente que grita y ella lleva un cartel grande.
Sorprendido por el nivel de la respuesta, volvió a preguntarle:
—¿Qué dice el cartel de tu mamá?
—Justicia para los chicos —respondió el nene. Sus ojos tomaron un brillo no común.
—¿Nada más? —quiso saber Neyen.
—Al otro lo escribà yo: Justicia y paz para Odolf… Odolf soy yo.
—¿Cuántos años tenés? —extrañado y curioso, quiso saber.
—Tengo doce, pero soy un petiso mal formado, un enano con cara de nene. Usted, ¿cuántos tiene?
—Ochenta.
—¡Ay!..., yo pensé que tendrÃa setenta y nueve… —y ambos rieron con ganas de acompañarse.
Neyen se sentó al lado de Odolf y conversaron. Cada tanto se escuchaba un «¿Seguro?», un «¡No lo puedo creer!» y risas y también florecÃan silencios. En un momento Odolf le preguntó:
—¿Qué lleva en ese bolso azul?
—¡Ah!.., ropa, desodorante, un peine, los remedios y el cepillo de dientes, para cuando me internen.
—¿Está enfermo?
—Más o menos, me tengo que operar… ¡Operar! —exclamó al aire y se paró. Miró el reloj… «No, no voy a la clÃnica. Mi médico estará furioso», decidió.
Acarició la cabecita del enano, lo miró a los ojos y le aseguró:
—No. ¡No me operaré! Prefiero morir con la vesÃcula llena de piedras —dijo al alejarse unos pasos.
Observó la avenida, ya sin gente y con el tráfico normalizado. Esperó a que pasara un taxi al que le hizo señas para que se detuviera. Subió y le dio la dirección de su casa. Por el parabrisas trasero, saludó a su nuevo amigo.
A los tres dÃas, regresó en busca de Odolf. No estaba. Tristón y pensativo, se le mezclaban las alternativas: pedir disculpas y operarse, desaparecer de la clÃnica, buscar otro cirujano o….
QuerÃa consultar a Odolf, a su único amigo. Lo rastrearÃa en cada manifestación. «SÃ, eso haré», se prometÃa mudo.
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