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Ojos fríos, corazones calientes-Amadeo


Bien temprano paseo por la plaza, realmente voy a trabajar y entonces puedo contemplar el hermoso amanecer, cuando de pronto escucho el chirriar de una frenada y veo que un coche negro atropella a un hombre bien vestido, alto, de aspecto deportivo acompañado por una señorita con cabellos largos, buena silueta, tomados de la mano y que, con gran sorpresa para mí, ella corre con cierta desesperación alejándose del caído. Veo cómo quien manejaba el auto, se baja y se acerca al “muerto”. La mujer ya de espaldas me incita a pensar: ¿ella será cómplice? ¿Por qué lo abandonó? ¡Corre muy rápido! Es rarísimo…

Me acerco a unos pasos del conductor, un anciano gordo, calvo, quien con palabras entrecortadas me pide que llame a una ambulancia y a la policía, que él es inocente; que el auto se le desmadró; que todo vibró sin razón; que los frenos… Miro los alrededores y no hay personas cerca de la plaza, solo veo un camión alejarse. Tomo el celular y llamo primero al hospital comunal, donde trabajo como empleado de limpieza.

—Buenos días. Urgencias. Dígame.

—Por favor envíen ya, una ambulancia a la calle Williams 158, frente a la plaza. Un auto atropelló a un hombre joven que iba acompañado por su novia y ella indemne, corrió espantada y desapareció.

—¿Quién habla?

—Yo, Pepe, el de limpieza.

—Hola Pepe. Ya sale la ambulancia... ¿Llamaste a la policía?

—Gracias… Ahora los llamo.

Corto y me comunico con el departamento policial. Me aseguran que de inmediato saldrá la patrulla y que la espere como posible testigo. Quedo preocupado y miro atento al caído y al anciano, agarrándose la cabeza.

Antes de lo esperado llega la ambulancia, bajan y el uniformado ausculta al caído y me mira sorprendido y comenta:

—¡Qué raro! La piel está rígida, el corazón late con fuerza, pero no tiene pulso, y la mirada parece perdida como si los ojos fueran de vidrio.

Levanto los hombros y ayudo al chofer y al paramédico a colocarlo en la camilla y subirlo. Ya arriba los cuatro, baja el conductor, cierra la puerta y en segundos avanza hacia el hospital. Alcanzo a ver lloriquear al anciano, arrodillado.

Un fuerte estertor nos indica vida en el paciente. El profesional le toma la temperatura, lo ausculta y le coloca un respirador con oxígeno. Yo, piadoso, sostengo una mano para que el herido se sintiera acompañado, pero recibo de él un apretón mecánico e inesperado por tanto dolor. Por fin logro soltarlo. El doctor grita al verle entre las costillas, una herida abierta, pero… ¡no sangra! Su mirada me interroga. Le respondo mudo y pálido al negar con la cabeza. Golpeamos la ventanilla para que quien maneja pare y bajarnos. Quedamos sin respiración al comprobar que la ambulancia es conducida por la mujer que acompañaba al caído. Queremos abrir la puerta: imposible. La velocidad del móvil aumenta.

De pronto se detiene frente al hospital. Dos enfermeros corren, sacan la camilla y entran a guardia. Busco a la choferesa: no está. El doctor corre atrás del atropellado. Quedo impaciente y desconcertado. Minutos después entro a mi área de trabajo, saludo a mis compañeros y antes de que pudiera contarles mi aventura, escuchamos corridas y bullicios en los pasillos. Veo acercarse al doctor, quien me dice:

—La policía lo busca a usted. Lo quieren como testigo.

—Yo no vi nada.

—Eso les dije. Parece que los convencí, pues me dijeron que igual lo esperan en la comisaría, que vaya cuando pueda… ¡Puro protocolo!

— Sí, tal vez vaya.

Termino de responderle cuando dos enfermeros corren hacia nosotros y nos piden que los acompañemos, que el paciente atropellado está transformándose; que una linda chica lo abraza…

Llegamos a la habitación y vemos a la que huyó, la que manejó la ambulancia está acostada sobre él, abrazada con tal fuerza que se van fusionando como si quisieran ser uno. En minutos lo logran al perder identidad dual. Nos miramos entre los presentes. Alguien grita «¡saquemos una foto!». Pero ya es tarde pues el cuerpo de ambos hecho uno, comienza a reducirse, hay leves destellos y un suave vibrar los ayuda a transparentarse y desaparecer.

En la cama solo quedan cuatro ojos de vidrio y dos motorcitos calientes con forma de corazón humano.

***




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