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Opus 1: Los nueve Enanitos (C) - Pepe - (R)


Lo encontré al lado de un contenedor como un viejo mueble que ya ha vivido bastante. Parecía antiguo. Tenía la cubierta desgastada y el teclado destrozado. Sin embargo, las mazas, de apariencia atávica y rudimentaria, continuaban intactas, y las cuerdas tensas y con muchas melodías por ofrecer; de hecho, cantos de sirena salieron de su interior cuando las rasgué.

Soy más esnob que «Diógenes», pero para mí, como pianista, estos objetos son sagrados. Además, mi carrera necesitaba otro punto de vista; el mundo de la interpretación y composición es como darse cabezazos contra una historia que nunca llegaría a conocerme. Con ello solo había conseguido dar clases a críos mimados cuyo objetivo es contentar a sus padres. Quizá era hora de virar hacia la noble dedicación de luthier.

No supe qué fenómeno produjo tal locura, pero me vi haciendo algunas llamadas e instalando el piano en casa.

Recompuse el teclado con materiales cuidadosamente rebuscados. Durante días, mi pequeño estudio rezumaba artesanía y un fuerte olor a cola. Una vez reparado, empecé a tocarlo sin esperar a que la cola compactara. Para mi sorpresa, estaba perfectamente afinado y el peso de las teclas era ideal. Interpreté «El Claro de Luna» de Beethoven, una pieza con la que mi profesor decía que llegué a tocarle el alma.

Cuando terminé permanecí en silencio y contemplando el magnífico instrumento.

—¿Podrías interpretar algo de Mozart? —dijo alguien a mi lado.

Giré sobresaltado y me encontré un hombrecillo mirándome con una cara marcada por el tiempo.

—Mejor Debussy, ese sí fue grande —oí del otro lado donde otro enanito me observaba con expectación.

—¿Grande? —una voz a mi espalda empezó a rebatir—, ¿lo dices por tu idea de la escala pentatónica?

Quizá fuera el cansancio o los vapores del pegamento, pero varios enanos a mi espalda empezaron una cómica discusión sobre unos méritos que no entendía.

—Tampoco fue tan ingenioso.

—¡Reinventó la composición! Gracias a mí.

—Todos hemos contribuido a que alguien reinventara algo.

—Ya, pero hay formas y formas.

—Totalmente de acuerdo.

—Vamos a ver, después de Bach lo que siguió fue pura inercia...

—¡Callad! —gritó uno señalándome—. Esta persona nos devuelve al mundo y, ¿nos ponemos a discutir como unos niñatos adictos al postureo?

Todos me miraron.

—Esto... —yo no podía creer lo que veía—, ¿qué está pasando?

Los nueve hombrecillos empezaron a reírse.

—Nos has sacado del piano —dijo uno.

—¿Yo?

—Sí —insistió el primero que apareció—, con la magnífica representación del maestro Beethoven.

La surrealidad se mezcló con la cordura. Ellos contando anécdotas de mis ídolos y yo interpretando peticiones.

Nacieron de una melodía que tocó el artesano que fabricó el instrumento. Cada vez que alguien lo tocaba y sobresaltaba las almas de sus oyentes, salían como si de una invocación se tratara. El piano era excepcional y fue pasando por los grandes músicos de la historia. De ese modo, convivieron con cada genio y proporcionaron el pequeño empujón que les hizo inmortales.

Fue una velada mágica.

Amanecí durmiendo encima del piano y con la sensación de haber vivido sueño lúcido. Tenía varios mensajes de mis vecinos diciéndome que la próxima vez que pasara la noche de cháchara y tocando iban a denunciarme. Eso me exaltó. Quizá no fue una alucinación. Me senté al piano y traté de invocarlos. Pero nada. Entonces, saqué el arcón donde guardo mis partituras y empecé a interpretar una tras otra.

Acabé con las muñecas destrozadas y las yemas sin sensibilidad, pero en el cuarto seguíamos yo y un montón de hojas por el suelo. Miré el arcón. Quedaba una obra. Mi último cartucho. La puse en el atril y me di cuenta de que nunca antes la había interpretado. Estaba manuscrita. Unos acordes en apariencia absurdos asomaban por una armonía tan complicada que no fui consciente del título y autor. Era dificilísima. Necesitaría varios días para tocarla decentemente. Sin embargo, comencé a interpretarla con una soltura innata. Mis dedos iban descubriendo cada nota como si fuera algo que surgiera de mí interior. Con los ojos entrecerrados, me dejé llevar por una interválica disonante entremezclada con melodías imposibles y una forma compositiva única y adelantada a mi propia época.

Terminé extasiado, sin aliento, con el corazón a mil y preguntándome de dónde habría salido esa maravilla mientras volvía a la primera página para descubrir título y autor. Esta obra inmortalizaría a su creador. Me quedé de piedra; y es que bajo el título, el mismo que esta historia, figuraba el nombre de un compositor muy especial: yo.


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