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Otro enfoque- Ocitore



El ruido de las camillas, las miradas cómplices, las voces angustiadas y los roces de zapatos llenaban la planta en donde nos encontrábamos. El aire estaba electrizado y respirábamos con miedo. En las camas había enfermos graves y uno que otro en recuperación. “Ya no hay espacio—decían las enfermeras mientras veían aquel hormiguero—. De seguir así, vamos a tener que ponerlos en el suelo y dos por cama”. La agitación se nos metía en el cuerpo como una serpiente venenosa. Hasta los de estado terminal reaccionaban al oleaje de temor. Mi cama estaba en un rincón y me ponía a contar las ventanas del edificio contiguo para no sucumbir ante la desesperación. Las noches no eran tranquilas y parecía que los fantasmas de bata blanca venían a cobrarse sus víctimas. Mucha gente fallecía por la noche y se la llevaban para desocupar las camas que otros necesitaban. Hasta para ir al baño había que elegir el momento más apropiado porque podías volver y encontrarte con un enfermo que ocupaba tu lugar.


No pude evitarlo, las judías me habían caído pesadas y corría con frecuencia al baño. Encontré mi cama ocupada. Era que los enfermeros habían puesto en mi lugar el cadáver de mi vecino. Era un nonagenario que en menos de una semana palmó. Por lo poco que pude escuchar de sus familiares, supe que era un hombre con una gran fortuna y lo habían atosigado para que escribiera su testamento. No lo hizo y cuando se murió no hubo quién le diera la despedida ni lo persuadiera de su negativa. Un enfermero alto, delgado y con una escafandra que lo hacía verse como un barbián de revista de ciencia y tecnología o el espacio. Levantaron el cuerpo, lo depositaron en una camilla y se lo llevaron. Como estaba sentado en la cama del anciano, la enfermera se llevó el historial equivocado, es decir, el mío. No reaccioné a tiempo y cuando me recosté para volver a mi entretenida tarea de contar las ventanas de enfrente me cruzó por la cabeza una imagen orate. Vi cómo mi mujer me reconocía en la morgue y mis hijos me lloraban en el sepelio. Casi me da un infarto. Solté un raro váguido y corrí a buscar a los que se habían llevado al viejo y mi historial, pero ni a ellos ni a la enfermera los localicé.


Habían cambiado de turno y cuando traté de explicarle lo sucedido a la encargada de los registros me dijo que estaba loco y que no la molestara. A pesar de todos mis esfuerzos no conseguí nada. Llamé a mi esposa y me colgó. Dijo que no le tomara el pelo y bloqueó mi número. La reacción fue tan impetuosa que sané de inmediato. Me dieron de alta, pero tuve que salir con el nombre de Honorato de la Loza y me llevaron mis supuestos hijos. Eso fue horrible. Me montaron en una camioneta Cadillac, llegué a una gran mansión y me subieron cargando hasta la tercera planta donde estaba mi dormitorio. Mi esposa, una anciana hecha una pasa, se alegró al verme detrás de sus gruesas gafas. Los demás dudaban. “No es posible que los efectos secundarios de esa enfermedad sean tales, papá”. No les contesté y supusieron que el virus sí rejuvenecía, pero borraba la memoria.


Es paradójico—decían—, te quita treinta años de encima y los recuerdos también. Pasé dos días enclaustrado hasta que una noche me escapé. Cogí la camioneta y fui a buscar a mi familia. Llegué tarde porque estaban en el velorio. Llamé a Micaela para explicarle todo, sin embargo, me tomó por un impostor y me echó de la casa. No sabía que hacer. Me monté de nuevo en el automóvil y me fui sin rumbo. Por el trayecto comprendí que no podría vivir con la identidad de aquel anciano, la mía estaba perdida y lo único que me quedaba era amachinarlo. Crucé por la calle donde estaba el hospital y no sé por qué razón decidí entrar de nuevo para resolver mi situación. Nadie me puso atención, así que busqué a un moribundo, cogí sus papeles y fui a recoger sus pertenencias. Me transformé en el licenciado Aguilar. Desde aquel día vivo trabajando en un despacho, como estoy divorciado y mis hijos ya están grandes, puedo disfrutar de mi vida a cuerpo de rey. De vez en cuando visito a Micaela, le he dicho que era amigo de su esposo y se lo ha creído.

*




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