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Otro mundo -Aberto Carballo- (R)

Estaba inquieto. El frío emanaba del suelo de piedra en el que se encontraba sentado, atravesando la tela del pantalón vaquero para trepar desde lo más bajo de su espalda. Le importunaba la pared de la fachada contra la que se recostaba. No podía obviar las numerosas irregularidades, debidas a los socavones que dejaban a la vista el esqueleto de ladrillo de aquel edificio abandonado. Cambió de posición, intentando encontrar una postura más cómoda. Sin embargo, cada vez que se movía parecía que su entorno se reajustara para mortificarle cada vez más. Al otro lado de la valla metálica destrozada, anclada a unos bloques de hormigón, había una plaza. Había visto ese lugar cientos de veces. Por lo general, miraba hacia ella sin verla, sin prestar atención. Las personas que pasaban solían ser para él simples objetos en movimiento. El sonido de los pájaros, ruido de fondo. Para él, la algarabía que se formaba cuando los niños jugaban en los columpios no era sino una dinámica sin sentido alguno que parecía desarrollarse en otro mundo. Estaba inquieto. Quizá fue por eso por lo que ese día observó la escena que tenía delante de forma consciente. Observó a varias personas pasear sin prisa alguna, intentando aprovechar el calor del sol de invierno que brillaba aquel día. No obstante, el edificio en el que se apoyaba proyectaba una fría sombra sobre él. En los columpios, varios niños corrían y trepaban, rebosantes de energía. Algunos hablaban a gritos entre ellos, creando situaciones imaginarias en las que interpretaban personajes y vivían situaciones fantásticas. Cabalgaban los balancines con formas de animales como si fueran un caballo o un elefante reales. Mientras los observaba, conjeturaba sobre lo que debían de estar sintiendo. No pasó mucho tiempo hasta que el vaivén de los muelles, unido al profundo deseo de poder sentirse como ellos, aunque fuera un poco, hizo que se empezara a marear y tuviera que apartar la mirada. En frente de él, sentados en un banco, dos adolescentes muy juntos se sacaban fotos con el móvil mientras se reían. El chico tenía el brazo extendido en su dirección, creando perspectiva para poder retratarse, sonriente, con la muchacha. No pudo evitar pensar en el gran contraste que existía entre las dos imágenes que estaban enfocando cada una de las cámaras del teléfono. Le pareció irónico que, de entre todos los entes capaces de captar imágenes en esa plaza, el único que no apartaba la mirada de él fuera la inhumana cámara exterior de aquel aparato. Recordó entonces por qué prefería no ver. Dolía menos. Con un movimiento brusco de su pierna, golpeó una lata arrugada que yacía cerca de él junto con tantos otros objetos desechados, vacíos. Estaba inquieto. En ese instante, una voz queda murmuró algo a su lado. Una mujer en cuclillas le puso algo en la mano. “Por fin”, pensó mientras comenzaba el ritual ya mecanizado que desembocaría en el alivio de su tormento. Llegado el momento, sintió el familiar aguijón clavándose en su brazo, que permitía a aquel veneno que había sido su perdición mezclarse con su sangre. Acto seguido, presionó el émbolo. Siempre se preguntaba si esa sería la última vez. Sin embargo, pasados unos segundos, dejó de preguntarse. Dejó de recordar. Dejó de sufrir. Y la nada se tragó el sol de invierno, los columpios y la cámara del móvil. Al fin, estaba quieto.

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