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Pagachi - Hercho - (R)


En aquella época vivía en una pequeña casa alquilada con cimientos de adobe, mi profesión de reportero me obligaba a mudarme de ciudad en ciudad y en esa ocasión me tocó vivir en el pueblo olvidado de Yunguyo, en las serranías del Perú profundo. Recuerdo que llegué a ese recóndito lugar seducido por un titular de la prensa local, que decía: «Hallan restos descompuestos de mujer desaparecida meses antes, en el cerro Qhapia».


Si el titular me interesó, fue porque siempre había vivido obsesionado con resolver situaciones criminales, aparentemente irresolubles, en busca de la verdad. La primera experiencia en ese sentido se remonta a mi niñez, recuerdo claramente a mi perro Nacho, un Basset Hound de cinco años de edad, en el patio de mi casa, bañado en color bermejo, expeliendo un líquido blancuzco y dando sus últimas patadas de vida. Mis padres lo atribuyeron a ladrones, pero mi perspicacia descubrió que fueron los vecinos. No entraré en detalles, porque lo que quiero contar, es lo que pasó en el cerro Qhapia.


Pensaba, cuando llegué a ese pequeño pueblo, en que lo primero que debía hacer era contactarme con los familiares de la occisa, con los policías y con la fiscalía. De los primeros, no obtuve mucho, sólo llantos y el constante reclamo de “justicia” para Sofía, el nombre de la muchacha de veintiocho años de edad. De los policías obtuve un poco más, la joven había desaparecido veinte días antes de encontrarla sin vida, al salir de la discoteca “Pekado”, ubicada cerca del centro de la ciudad. La fiscalía informó del hallazgo un cuerpo desmembrando en las faldas del Qhapia, por el aviso de un niño pastor de la zona, luego se supo que era la desaparecida; los especialistas coincidían en que los zorros del lugar devoraron el cuerpo de la mujer.


Con toda esta información, me fui a la plaza de Armas de la ciudad, entré a una pequeña tienda familiar, y pedí una sopa de Chairo y un litro de chicha. Mientras leía y analizaba los escritos, el dueño del local me preguntó de dónde era, que nunca me había visto y que todos en el pueblo se conocían. Mientras el vaho de la sopa empañaba mis lentes, le respondí que era reportero, que me quedaría un par de días en el pueblo y que vine a tratar de dar luces en el caso de la joven desaparecida. Fue “pagachi”, me dijo, con sus ojos severos y muy convencidos. ¿Qué es “pagachi”?, respondí un poco avergonzado, pues supuse que todos en el pueblo lo sabían, menos yo. Se sentó con una sonrisa a mi lado, como un profesor listo para enseñar al alumno curioso. Me contó que el “pagachi” era el pago a la Pachamama, a la madre tierra, un ritual precolombino antiquísimo, que constaba generalmente de ofrendas materiales y de animales, como la coca, el vino, o un cordero, pero, para cosas más “grandes”, para que un negocio vaya bien, para que una empresa minera funcione, hacían muchas veces sacrificios humanos.


En los días siguientes, sus palabras resonaban intermitentes en mi interior. ¿El crimen se había resuelto?, ¿la chica había sido víctima de un ritual ancestral?, y si fuera así, ¿quién o quiénes eran los victimarios? Traté de no sugestionarme y seguir los dictados de mi razón. Me di cuenta que obvié un gran detalle, la policía me dijo que la muchacha había desaparecido después de salir de una discoteca, ¿y quién va sola a una discoteca?, los amigos o sus acompañantes de esa noche, deberían saber algo.


Contacté a cada uno de sus conocidos, descubrí que esa noche habían salido a bailar con dos de sus amigas, después de su trabajo como secretaria en la Municipalidad de Yunguyo. Hablé con ellas, se mostraron reacias al principio, tal vez por el miedo que les infundía el saberse comprometidas con esta situación. Luego, una de ellas, me dio luz en el asunto, me contó que días antes, le contó que un compañero de trabajo la asediaba. Fue ese detalle que resolvió el crimen.


Abatido caí en mi cama, pensando en la superchería popular y en el “pagachi”, en que sería un buen tema para un cuento.




Nota del Editor:

Según los hermanos Miguel y Rafael Gutiérrez Garitano (Expedición "Mars Gaming") los incas rendían culto al dios del agua, que en conjunción con el dios Sol ("Inti") fertilizaba a la diosa Tierra, la Pachamama, madre de las mujeres y hombres andinos. En períodos de sequía o carestía de alimentos hacían ofrendas diversas -como indica hoy la academia, tan afecta a los eufemismos- que podían incluir los sacrificios humanos para honrar a reyes, o apaciguar desastres. En un rito conocido como "pagachi", o el pago de la ofrenda a Pachamama (Madre Tierra).

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