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Por amor - Ocitore- (R)



La saludé lleno de curiosidad y con la esperanza de que me diera una oportunidad para estar cerca de ella. Llevaba un sombrero, de estilo anticuado de color verde seco y un poco manchado, ajado por el tiempo. Sus rasgos la hacían parecer una de esas hermosas mujeres que pintaba Renoire, con unos ojos intensos, rostro fino y tez nívea. “Lleva ya media hora esperando allí a su prometido…”.

No vendrá más—contestó con pesadumbre—. Se ha ido para siempre.

Le invité a un café, pero se negó. Permaneció inmóvil mirando fijamente los objetos y las personas. Sus pensamientos la cegaban, le presentaban imágenes abstractas que la hacían alejarse de allí, viajar a otro tiempo, a lugares donde había sido dichosa. Noté correr por sus mejillas unas lágrimas hermosas, pero cargadas de dolor. Me sentí muy incómodo, quería abrazarla y darle mi apoyo, sin embargo, el terror de ser rechazado me mantuvo petrificado compartiendo su sufrimiento.

“Una copa de vino rojo, por favor”. Le dijo al camarero, que tuvo que inclinarse mucho para poder entenderla. Él no la corrigió, se dio media vuelta y volvió pronto con una copa y un platito con trozos de queso que acercó con exagerada delicadeza. No podía apartar la mirada. Me atraía con fuerza. Esa combinación de altanería aristocrática y encubierta vulgaridad me agitaban. Imágenes sucias e inmorales se mezclaban con la ternura y la bondad. No podía concebir que existiera un ser que tuviera esas cualidades incompatibles.

Cruzó la pierna y pude ver una media sujetada con dos broches. Adiviné que llevaba un liguero negro. Su vestido tenía una serie de marcas que permitían intuir algo de su ropa interior. Por esa parte de la ciudad de Paris había un burdel muy famoso. “Tienes que ir allí, Julián—me había dicho mi amigo Jesús—. Te va a encantar”. No le había hecho caso hasta ese día y había encontrado a esa joven que tal vez trabajaría allí. Se hacía tarde y no tuve más remedio que volver a mi trabajo. Era uno de esos días en que se retrasaba todo y la salida a medianoche estaba asegurada. Trabajé sin poderme concentrar. Mis pensamientos y, podría decir mi cuerpo astral, se habían quedado en aquella terraza. Por más que trataba de hacer las cosas bien, un zapato rojo pardo con un hoyo en la suela y un rostro de monja vestida de trajinera me distraían y me entorpecían las manos.

El siguiente fin de semana vino Jesús por mí. No dijo nada y con señas me indicó el camino. Llegamos a aquel local. Las mesas tenían velas encendidas. Había bastantes clientes. La mayoría eran hombres despreciables y morbosos. El aíre estaba cargado de inquietud, lujuria y sandeces. Los camareros reían y contaban a los cuatro vientos las historias que recordaban.

“Oh, la bella Bernardette, se ha quedado sin su galán. El muy desgraciado la ha dejado para siempre. !Oh, preciosa muchacha,!!Jamás nadie te salvará! Te prometió el oro y el moro, y tu dinero se llevó. ¡Cuánta amargura guardas por la desilusión! Ya no te contenta nada, eres una estatua fría de mármol que como Galatea espera que el sueño de Pigmalión la transforme en una mujer de verdad”.

Llegamos a la casa de citas. Sentimos como se nos adhería la sudoración, los perfumes, el alcohol y el humo del tabaco. Entre las nubes del humo de las pipas de vapor y los puros, se movían grotescas las mujeres, que aprisionadas por sus corsees y medias parecían embutidos ahumados. Estaban alegres y se acercaban para provocarnos. Vi a Bernardette sentada en un sofá. Abstraída y lejos de la conversación de sus compañeras. Me acerqué y la devolví con mis palabras a esa tarde en la que la vi por primera vez. Me dijo que, esta vez, no tenía más remedio que aceptar el café. Le quité el sombrero, le desaté el pelo con rimas, ella harisca me rechazaba, decía que era inútil que su corazón estaba muerto, que jamás se podría recuperar. Pasé horas recitándole mis poemas. Al final, subimos a los cuartos, se desnudó y quedó patiabierta en medio de la cama con los ojos muertos.

“Así no, así no—le dije acariciando su cuerpo, buscando una chispa insignificante que encendiera una llama, pero fue inútil—. Lo intentaré cada vez que venga a verte”. La abstinencia sexual, las caricias sinceras y las acertadas metáforas le fueron sanando hasta que sintió de nuevo los latidos. Le pedí que nos casáramos y aceptó.

*




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