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Por una camisa bien planchada - Menta

Mi desafío: Creación de diálogos cotidianos, fluidos y creíbles. Narrador en primera persona. P untuación (comas, puntos y comas, etc.)




Entreabrí la puerta de la cocina y me asomé con sigilo. Mi abuela estaba cocinando y mi tía Paquita pelando patatas. Al lado del ventanal, encaramada en una escalera de mano, mi madre intentaba colgar unas cortinas. La observé solo un instante, pero noté dentro de mí una ola de admiración. Llevaba una falda corta, casi una minifalda, unos zapatos de tacón muy alto, pantis finos y un jersey de licra muy ceñido al cuerpo y con un gran escote. Ella siempre perfecta.

No me habían visto. Retrocedí con cuidado hacia el pasillo y empecé a gritar. Después abrí bruscamente la puerta de la cocina, y entré gritando y sollozando:

—¡Mamá!, ¡mamá!, ¡no puedes imaginarte lo que me ha pasado!, ¡ha sido horrible!

Sobresaltadas, las mujeres se volvieron a mirarme. Me dirigí hacia la escalera y gemí:

—¡Mamá!

Ella empezó a bajar con cuidado, pero sinuosamente, siempre con estilo.

Mi abuela, mientras se acercaba a nosotras, explicó a Paquita:

—Debe de ser algo terrible, ella nunca se pone así…

—¿Qué te ha pasado, nenita? ¡Cuéntame… Cuéntanos! —preguntó mi madre.

Entre sollozos, le expliqué:

—Al salir del trabajo he tomado el autobús…

—Sí, como todos los días, sigue...

—Cuando he subido, como había mucha gente, he ido pasando hasta la plataforma del fondo, la de la salida, y allí me he quedado. Me ha seguido un chico que ya había visto en la parada y me había gustado porque iba con pantalones vaqueros ajustados; zapatos bonitos de marca, de los caros, y una camisa de rayas muy bien planchada. Llevaba el primer botón del cuello sin abrochar y los puños también, pero recogidos en varias vueltas.

Había conseguido interesar a mi madre, porque comentó:

—¡Qué bombón! Los hombres bien arreglados me hacen perder el sentido…

La tía exclamó:

—¡Qué exagerada!

Mi abuela también estaba interesada y me animó:

—Sigue, niña. Sigue contando.

—Quería hacerme la interesante así que me he dado la vuelta y he empezado a mirar por la ventana de atrás.

—Muy bien, así se hace —asintió mamá.

—Para no caerme, me he agarrado a la barra vertical. De repente, he notado una mano junto a la mía. He mirado sorprendida y he visto que era grande y varonil. Entonces él me ha acariciado con el dedo meñique. «¡Qué tímido!», he pensado. Se ha envalentonado al ver que consentía sus caricias, y ha puesto una de sus manos encima de la mía y la otra en mi cintura. Me he quedado muy quieta, pero ¡claro!, no le he rechazado. A continuación, he sentido que la deslizaba y la dejaba en mi nalga. Le iba a mirar complacida, pero el autobús ha dado un frenazo tremendo y me he tenido que agarrar con fuerza para mantener el equilibrio. Me ha dado un cachete en el culo y he visto como bajaba rápidamente del bus. Cuando he vuelto a mirar por la ventanilla, ya no se le veía, había desaparecido.

—¿Sin decirte nada, ni tan siquiera adiós…? Vaya… ¿Por esta tontería estás llorando? Anda que no hay hombres en el mundo como para llorar por este atontado...

Para tranquilizarme, la tía Paquita dijo:

—No sufras. Piensa que era un poco atrevido de más. O que tenía prisa.

—Sí, tía. ¡Tienes toda la razón! Tenía prisa, mucha prisa. ¿Y sabes por qué? porque todas sus acciones las tenía pensadas y calculadas. Sabía que el autobús iba a frenar bruscamente en esa parada y que yo estaría preocupada por no caerme. ¡Entonces él ha sacado mi monedero del bolsillo de atrás del pantalón y no me he dado cuenta!

—¿Llevabas el monedero en el bolsillo de atrás de los pantalones? —Me preguntó la abuela.

—Si, ha sido un despiste. Guardé la tarjeta del autobús y en lugar de meterlo en el bolso…

Para zanjar la conversación, mi madre exclamó:

—¡Venga! No le des más vueltas. La verdad, no me extraña que se haya fijado en ti porque hoy estás monísima, esos vaqueros untados te sientan fenomenal y te van muy bien con las manoletinas de piel de leopardo.

Se separó de mí y se dirigió a la escalera. Mientras subía miró el calendario colgado en la pared donde apuntaba todas las cosas pendientes. Desde arriba me preguntó:

—Oye, ¿has cobrado el cupón de los ciegos premiado?

—Eso te quería decir, que no lo había cobrado todavía, lo llevaba en el monedero.

Empezó a bajar las escaleras, pero esta vez se le olvidó dar a sus caderas un movimiento sinuoso. Yo empecé a temblar.




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