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PRIMER ASALTO - Hilda G.M.

Las vimos al entrar en la cocina: parecían moverse desde todos los rincones y sus hileras, al entrecruzarse, formaban círculos, triángulos, rectángulos, trapecios... ¡tantas eran! Iban y venían por el suelo y las paredes, y muchas también por el techo. Con gran cuidado sacamos de la alacena todo lo que pudiera atraerlas y nos dio la impresión de que cada bolsa, cada envase, era en sí un nido. Ni siquiera una caja de esas amarillas de bolsitas de té, que siempre he creído bastante insípido, se había salvado de su intrusión. Decidimos deshacernos de todo lo comestible que hubiera en casa y lo llevamos al contenedor. En el patio nos encontramos a otros vecinos atareados en lo mismo. Algunos recordaban leyendas de pueblos enteros que tuvieron que mudarse a causa de ellas. ¡Pero nosotros vivimos en una ciudad y no podemos abandonarlo todo en un instante! Una vecina nos dijo que las había visto en el cajón de los cubiertos, como si revisaran las cucharas y los tenedores en busca de algo más apetecible. Otra se quejó de que le habían invadido la lavadora y no se animaba a ponerla. Poco a poco se fueron arremolinando todos y entre tanto grito resultaba imposible entendernos. Alguien sugirió que ahora que las habíamos dejado sin comida en las cocinas, tal vez en lugar de marcharse, invadirían otras habitaciones y se alimentarían, como las cucarachas, de pasta dental, jabón, cosméticos o libros. Nosotros recordamos la gran cantidad de libros y papeles que teníamos en casa y nos apresuramos a volver. Efectivamente, las encontramos explorando los estantes y también en los roperos. Sin saber qué hacer, regresamos al patio donde continuaba la improvisada reunión de vecinos. Por cierto que algunos iban acompañados de sus mascotas, quizás por miedo a que fueran atacadas. Ya estaban con que si la culpa era del calentamiento global que nos había dejado sin invierno, o que si la tenían los vecinos cochinos que no hacían limpieza nunca o que si a algún adolescente descuidado se le habían escapado y por supuesto, no faltó quien hablara de los castigos de Dios. La gente se ponía cada vez más nerviosa y hubo gritos, insultos y pataleos. Casi llegamos a las manos cuando un grupo se opuso terminantemente a que llamáramos al control de plagas para fumigarlo todo y acabar con ellas lo más pronto posible. Ellos argumentaban que por eso "estábamos como estábamos: con todo el planeta patas arriba". Al final no les hicimos caso y vinieron los especialistas. Nos dijeron que iban a usar una sustancia bastante fuerte, así que era mejor dejar los apartamentos e irnos unos días a la casa de algún pariente o amigo, con todo y mascotas. Nosotros nos alegramos de no tener ninguna y nos fuimos al campo, a visitar a la abuela. Así que nos perdimos el gran espectáculo: cuando comenzaron a recorrer todos los pisos, del tejado se desprendió una manga que, como la de las langostas, cubrió todo el cielo, oscureciendo el patio, y luego se dividió en varias más pequeñas que tomaron distintas direcciones. Nosotros no lo vimos, pero nos lo contaron quienes se habían hospedado en edificios vecinos. En casa no comentamos nada, pero creo que todos pensamos igual: los que escaparon de la fumigación eran los individuos alados, esos que suelen mudarse para fundar nuevas colonias; aunque nadie lo diga en voz alta, tenemos muy claro que un día de estos regresarán.

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