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QUINCE MINUTOS - Mª Jesús Hernando


Marcos Arraigo Pérez apura su cigarro y busca otro, lleva varias horas fumando sin parar, es la única manera de calmarse. Desde que dejó a su familia se pregunta si ha hecho bien en venir, si volverá a verlos, si va a saber por dónde empezar... Tantas preguntas sin respuesta le aturden la cabeza.

Tiemblan sus manos, sus pies también, pero no es de furia. Conoce su tierra, nació sobre el fuego, han sido cómplices y sin embargo ahora se agita. Teme que se abra y le engulla.

Las ojeras le delatan: lleva días en vela, vigilando las cascadas encendidas que escupe la montaña a toda velocidad, tiene los nervios destrozados. Dos meses ¬–día y noche— ¬con esa amenaza que no da tregua: La montaña ruge, expulsa magma incandescente y el aire…se está haciendo irrespirable. Hoy tampoco despejará, el viento está en calma y la nube negra, cuajada de polvo y materiales gruesos, seguirá sobre sus cabezas. Dicen que no hay peligro para la salud, pero a él y todos sus vecinos les lloran lo ojos ante tanta desgracia. Quisieran gritar pero no pueden articular palabra es como si llevarán gatos en celo en la garganta.

Mira el reloj, es la hora que le indicaron pero la patrulla no viene a buscarlo.

Quizá la lava ha enterrado ya su casa: su televisor nuevo —todavía sin terminar de pagar—, su dormitorio, el de los hijos, los electrodomésticos de la cocina, los cuadritos que les hizo la abuela en el centro de día antes de que perdiera la memoria. Y los álbumes con las fotos.

O quizá se están retrasando porque en cuestión de minutos se puede abrir otra boca —quien sabe dónde— y sería temerario entrar.

O quizá ya no se pueda rescatar nada y no le llaman para evitarle el disgusto de ver la casa derruida o —no se atreve ni a pensarlo— consumiéndose como una antorcha.

Quiere otro cigarro, pero ya no hay más.

Mejor, ya tenemos suficiente humo, el pensamiento es como hiel que aumenta el sabor amargo que lleva en la boca. Se respinga sobre las puntas de sus pies para tratar de averiguar qué sucede al otro lado de la barrera y vislumbra movimiento.

—¿Marcos Arraigo? Puede pasar— el agente, a quien la mascarilla y las gafas de seguridad le ocultan la cara, le abre la barrera.

Desde el volante de la camioneta, Marcos mira a un lado y a otro. Avanza en medio del crujido de la ceniza bajo las ruedas apagado por el bramido del volcán. Lo demás es silencio: las casas están cerradas. Parece un escenario de esas películas de zombis que le gustan a Laura, su hija mayor. Pero en esta el monstruo no está aturdido sino vivo y les va a convertir a todos en seres alelados y pobres porque está enterrando lo que encuentra a su paso sin compasión.

La casa está en pie pero le queda poco tiempo. Sobre el cerro, a trescientos metros, detrás de su exuberante plantación a la que ha dedicado vida y esfuerzos, la colada parece quieta pero él sabe que avanza cubriéndolo todo como si tuviera hambre de desgracia. Pronto habrá desaparecido todo bajo el manto de ceniza. Los pies se hunden en la alfombra negra que cubre el patio, rechinan los pasos, tiene frio. Intenta secarse el sudor de las manos en la camisa y en bolsillo palpa la lista de cosas a rescatar que Julia y él hicieron la noche pasada —con el ronquido violento de la erupción de fondo— en la caravana en la que viven desde que tuvieron que evacuar. Medio folio para treinta años de vida atrapados detrás de una puerta atascada.

El agente que le acompaña la abre de una patada.

—Tiene quince minutos.

***




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