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Recuerdos (A) - Vespasiano - (R)


Recuerdos


Corría el año 1949 cuando llegaron a mi ciudad sacerdotes jesuitas para organizar unos actos públicos que llamaron: “Las Misiones”.

"¿Por qué tendrían que venir a mi tierra para evangelizarnos? —Me preguntaba— ¡Si yo creía que en España todos éramos católicos!"

Lo que no sabía era que la Iglesia y el Estado dictaminaban las actividades que creían necesarias para revitalizar la vida religiosa.

Estos misioneros fueron distribuidos por todas las iglesias de la ciudad; pero aledaño a uno de los barrios periféricos había unas calles miserables donde no tenían ni iglesia, ni colegio, ni nada que comer. Pero si tenían un descampado conocido popularmente como “el Lejío” donde mal vivían, hacinados en cuevas, personas de raza gitana.

A aquel descampado mis padres no me dejaban ir, pues había unos barrancos inundados de aguas estancadas que, en su tiempo, sirvieron para el uso de tejares que allí hubieron y en las que decían haberse ahogados algunos niños.

De la noche a la mañana una cuadrilla de obreros construyó en esos terrenos una iglesia rudimentaria, para acoger a aquella gente miserable y desposeída de la fe que acudía a escuchar aquellos sermones casi por obligación.

En el acto de clausura de aquellos eventos religiosos, en el Teatro Cervantes, tuve la oportunidad de recitar un poema que previamente me habían enseñado en el colegio y que sigue siendo una remembranza imborrable para mí.


Mi familia al completo, moraba en un edificio de tres plantas que mi abuelo había construido, pero en pisos diferentes, y en el que mis hermanos y yo habíamos nacido y crecido. En aquellos años yo era el más pequeño de todos; así que siempre me pedían que les trajera algún mandado a alguno de ellos, como ir a comprar la leche, el pan, o el “cisco” para encender los braseros que en invierno se ponían debajo de las mesas de camilla y a cuyo alrededor nos sentábamos para escuchar la radio. Lo hacían sabedores de que cuando me negaba, al poco rato me arrepentía y accedía a sus pedidos. Pronto cogieron la táctica de que cuando querían algo, seguidamente me decían: “Luis, escucha tu conciencia”.

Pero en esta coyuntura actual que padecemos, sobresale con nitidez en mi memoria el brote de fiebres tifoideas que sufrimos en Málaga en el año 1951.

La importante cifra de muertos entre la población, provocó que las autoridades decretaran la cuarentena preventiva. Como era lógico, los colegios estuvieron cerrados y el curso escolar interrumpido.

Al agua potable, que obligatoriamente teníamos que hervir antes de ingerirla le añadían, en la depuradora, ingente cantidad de cloro que acabó arruinando la calidad del agua que bebíamos y dotándola de un sabor irreconocible.

No obstante aquellas medidas cautelares impuestas para evitar el contagio, no hubo un confinamiento riguroso de la población tal como está ocurriendo ahora.

De aquella epidemia evoco con satisfacción la curación de mi prima y la de aquella niña que pasado los años sería mi mujer. Ambas contrajeron dicha enfermedad, y afortunadamente viven hasta el día de hoy.

Por eso tengo la esperanza de que esta pandemia que estamos sufriendo la vamos a superar con el trabajo impagable de nuestros médicos, sanitarios y con la ayuda de Dios.


A pesar del tiempo transcurrido no me olvido del rostro de uno de aquellos albañiles que trabajaban para mí abuelo. De su nombre no me acuerdo, pero seguro que se apellidaba Vargas. Afortunadamente vivía en el mismo barrio donde mi padre tenía una tienda de ultramarinos, por eso él lo conocía muy bien. Este hombre salvó a mi padre de que fuera fusilado, durante la guerra civil, por el solo hecho de pertenecer a la “Adoración Nocturna”; pero es que además de ser muy religioso, mi padre también era muy buena persona.


Treinta años después de aquellos acontecimientos, tomé un taxi próximo a aquella barriada y entablé conversación, como suele ser habitual, con el chofer. Durante el trayecto me comentaba orgulloso la transformación urbanística, tan buena, que estaban haciendo en aquel barrio que él conocía desde que nació; cuando al pasar por la calle donde mis padres habían tenido el comercio se me ocurrió decir:

—En esta esquina, mi padre tuvo una tienda.

—¿Es usted, hijo de Luis, el tendero? —me preguntó de inmediato, dejándome sorprendido.

—¡Sí! —le contesté.

Seguidamente me dijo:

—¡Cuánta hambre, ha quitado su padre de este barrio!

No creo que haya mejor elogio, que se pueda hacer de una persona. Lágrimas asomaron en mis ojos, reviviendo la grandeza de su corazón.


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