Alcoy es una ciudad pequeña, en la que casi todo el mundo se conoce… O no.
Mi amigo Cesar se sabe poseedor de un atractivo incuestionable. ¿Cómo si no pudo casarse con Teresa la chica más atractiva de su barrio? También cuenta con una conversación franca y entusiasta, sobre todo cuando se habla de futbol.
—Sin duda, el motivo de mi éxito, es que no ha habido, ni hay, ni habrá nunca alguien como yo: soy un tipo irrepetible —asegura—. Y a continuación me contó la siguiente historia:
“Desde mi juventud, quizá por envidia, he sido víctima de injusticias y pasado por experiencias sorprendentes.
A los trece años di con los huesos en un calabozo. Mis padres tuvieron que ir a recogerme al “cuartelillo” de la Guardia Civil: al menos una docena de testigos, entre ellos la profesora de latín (una bella traidora a la que yo había dedicado cada mañana la mejor de mis sonrisas) aseguraban haberme visto hacer una gamberrada. En aquel tiempo, estaban sustituyendo el viejo adoquinado en la Avenida de San Mateo: resistente, elegante pero enemigo de los tacones de aguja por el actual; grosero, insulso y caducable asfalto, amigo del tráfico rodado, las prisas y el humo de los escapes. Alguien decidió recorrer esa calle comercial, arrojando los adoquines, amontonados junto a las aceras, a los escaparates de los establecimientos comerciales: tanto a izquierda como a derecha. Los daños fueron cuantiosos y aquella caterva de mentirosos me señalaron con el dedo. Nadie creyó en mi inocencia.
Una mañana, paseaba tranquilo por el viaducto de Canalejas, cuando una atractiva desconocida se lanzó repentinamente a mis brazos y metió su lengua hasta mis amígdalas, mientras me pellizcaba dolorosamente en el trasero. Avergonzado, tuve que rechazarla enérgicamente, quedando atónito. Mientras se alejaba no paraba de increparme:
—¡Estúpido engreído!... ¡Mamarracho! Claro que… ¡Nunca más! ¡Pasmarote!...
Recuerdo unas fiestas de san Jorge, sería por los setenta, cuando otra hermosa muchacha me sorprendió con un demoledor “uppercut”, seguido de un rodillazo en la entrepierna y a continuación propinarme una serie de bolsazos sin que tuviese capacidad de defensa.
—¡Desalmado pervertido!, ¡don Juan!, ¡calavera!... —Sin duda debía tratarse de una pobre desequilibrada.
A todos nos pasan cosas extrañas… En cierta ocasión, un tipo me abordó cuando entraba al Ca Jaume para tomar un vino. Él debía haber tomado ya bastantes y andaba ya algo tocado, o al menos lo parecía, pues no tardó en ponerse violento.
—¡Sinvergüenza! —gritaba— Devuélveme las mil pesetas que te presté. —Me sacudía tales guantazos y tan enérgicamente que tuve otro remedio, para alcanzar la paz, que “aflojar” los doscientos duros sin más dilación. Todavía no me he recuperado del susto.
Una tarde estaba saboreando una caña en la terraza del Centeno, cuando se acercó, rápido hacia mí, un fornido desconocido con pinta de mecánico, electricista o levantador de pesas. Tal era su resolución que, por prudencia, inicié una discreta huida cuando por sorpresa me estrujó entre sus brazos con gesto amable.
—Gracias, me has salvado la vida. —Al tiempo que golpeaba mi hombro metió en el bolsillo de mi camisa un par de billetes de cinco mil.
—Disculpe… ¿Nos conocemos?
—Siempre igual de bromista… tu consumición está pagada: estamos en paz. —respondió dándome un tremendo palmazo en la espalda. —Ya sabes: para lo que necesites… Qué grande eres: ¡campeón!
No soy una persona distraída, pero ayer mismo me quedé algo perplejo: miraba unas corbatas en el escaparate de “Manolo” cuando vi pasar delante de mí, cargado de bolsas, a alguien cuya cara me era familiar. Nuestras miradas se han cruzado un instante. Me ha parecido que me miraba sorprendido. Pero al llegar la noche, antes de dormir, al cepillarme los dientes saqué la lengua al tipo que estaba en el espejo… ¡Carajo!... ¡Igual no soy tan irrepetible!”
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