Recuerdo con claridad esa escena, incluso sueño continuamente con ella: Unos hombres, vestidos de blanco, me conducen a un coche. Me tratan de tranquilizar con blandas pero incomprensibles explicaciones, pretenden ser amables. Atrás quedan los demás… ¿Una familia? Destaca el bulto desdibujado de alguien que me grita:
—Te quiero, no te preocupes: te escribiré todos los dÃas… ¡Lo juro!
Estas palabras me persiguen en la cabeza, pero no alcanzo a recordar a su autor… ¿autora? Al principio fue asÃ. A ese extraño lugar en que zonas inmaculadamente limpias alternan con otras llenas de polvo y mugre antigua, llegaron dos cartas que conservo como un tesoro. Las leà cientos de veces, compulsivamente y durante dÃas, pero no recuerdo lo que dicen. Es posible que las lágrimas me impidan una correcta lectura, o que el manoseo continuo haya desdibujado sus lÃneas haciéndolas ilegibles, como el rostro de quien las escribió.
Te escribiré todos los dÃas… ¿Pero a dónde lo va a enviar? Un dÃa, los hombres de blanco, sonrientes, me dijeron que ya no hacÃa falta que continuase allÃ, que era suficiente con una consulta… ¿los jueves? Incluso uno de ellos me dio un abrazo y me deseó suerte. Desde entonces camino por las calles de una ciudad, donde figuras desconocidas se cruzan conmigo; pocas son amables, muchas me increpan airadas y la mayorÃa se aleja sin concederme una mirada.
En ocasiones, la policÃa me conduce a la cárcel. Es un lugar parecido al del primer encierro, aunque los hombres de blanco visten allà de otro color. Al poco tiempo, vuelven a decirme que me puedo marchar. Que, por supuesto, no se me ocurra volver por allà los jueves. Me parece temerario preguntar a dónde ir y regreso de nuevo a las calles de esa ciudad llena de sombras, portando en el bolsillo mis únicas pertenencias: dos gastadas cartas que alguien escribió y no puedo leer.
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Apenas habÃa luz en la celda esa noche sin luna. Las tres en raya que proyectan las rejas de la celda, eran apenas visibles. Los dos pares de ojos se encontraron, y el Poeta desplegó con cuidado los pringosos papeles ilegibles que su compañero le tendÃa. Comenzó la imaginaria lectura:
—Querido, no hay momento del dÃa en que no sufra tu ausencia…
Y los dos hombres compartieron ese tesoro. Uno habÃa olvidado leer, el otro nunca supo.
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