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Templar la paciencia (CL2) - Amadeo - (R)



Templar la paciencia


Mi historia personal, previa al accidente, la puedo resumir en pocas palabras: niñez normal, juventud conflictiva como la mayoría de los adolescentes, estudios con altibajos, novias previas al casamiento con mi esposa, tres hijos sanos y hermosos, trabajo eficiente en una oficina contable con reconocimiento por parte de mi jefe, salud aceptable, buen deportista y… alta necesidad —viciosa e irracional— por competir a máximas velocidades con el auto que yo mismo retocaba para ganar siempre. No fue el auto, fui yo. Por ese maldito accidente, a los cuarenta y siete años, perdí la pierna derecha.

Después de aquel choque estúpido —contra un árbol enorme al costado de una ruta desierta—, fui otro, más racional, más pensante. He aprendido a templar la paciencia.

El dolor fue grande, la voluntad cayó a cero. El llanto mudo permanecía rodeado de tristeza propia y familiar. Me convertí en un hombre vencido, entregado al vacío.

Un día leí en un libro «Mañana puede ser tarde» y de pronto vi la luz, comprendí el valor del tiempo. Habían sido muchas las semanas perdidas. Minutos después me levanté, me arrastré hasta la silla de ruedas y sonreí —por primera vez en meses— frente a mi esposa e hijos y ellos me imitaron. Fue un instante de felicidad colectiva. Nos abrazamos en unión. Entonces les dije y, me prometí «Mañana será mejor ». Y comenzó a serlo pues mi lucha diaria me transformó.

Con actitudes positivas, pude deducir —inesperadamente— conceptos filosóficos de vida que surgían de mi mente con total libertad. Consideré que la vida había sido injusta conmigo porque tuve ese terrible accidente, que fue algo que no elegí. Yo había tenido numerosos sueños que luego desaparecieron y me enojé mucho, hasta con Dios. «Fue algo injusto, no lo merecí», me decía. Sentí miedo al no saber cómo seguiría mi vida. Estaba desorientado y llegué a preguntarme «realmente ¿mañana será mejor?». La respuesta nació sin esfuerzos: «depende de ti, solo de ti». Noté que los temores y la bronca que bullían internamente me acercaban al barro, a la oscuridad del futuro. Entonces descubrí que debía alterar la polaridad de mis sentimientos. Supe que necesitaba comenzar con cambios simples, mínimos que me llevaran a un mejor sentir. «Debo razonar ya que así haré la diferencia», deduje con espontaneidad. «Pensá en lo que tenés y no en lo que te falta», me exigí y recordé que el día tiene veinticuatro horas para mí, igual que para el resto de las personas y entonces pude sonreír otra vez. Pensé en mi familia, en los amigos y en los cientos de momentos felices ya vividos. «Debo aceptar que no soy una víctima, que estoy vivo y por lo tanto tengo posibilidades», «No puedo cambiar lo que pasó, pero sí lo que quiero que suceda», filosofaba sin esfuerzos.

Después de semanas, inicié la búsqueda de caminos que me llevaran a estar mejor: algunos seguramente serían equivocados, otros solo me acercarían y con los certeros tocaré mi destino. Imaginaba toparme con éxitos y fracasos. Así transitaría la vida. Con ayuda de amigos y familiares lo lograré —confiaba— al encontrar la llave de la puerta adecuada y entonces avanzaremos entre luces y sombras para transformar el dolor en aprendizaje, pues el dolor se puede convertir en experiencia, en cambio el sufrimiento persistiría con sus ataques y destrucción.

He aprendido que debo intentar resultados distintos, tener sueños y deseos, aunque estos fuesen básicos y generasen mínimos entusiasmos. Mi familia será mi equipo, que sumará más que cinco esfuerzos. Reconozco que tengo decenas de motivos para estar agradecido, entre otros: puedo abrazar a quien quiera, puedo decir gracias, ser protagonista de lo que me pasa y muchos más.

Con la ayuda de mis hijos —habilidosos en manualidades—, comencé a ser otro y pronto me convertí en un “pirata” con pata de palo y… pude caminar —con muletas—, por la casa y luego por la ciudad. Volví a respirar libertad y autonomía, a ser el nuevo yo. Comprendí que la gratitud es la no queja.


Mi vida, luego del accidente y del aprendizaje, se desarrolló por años, paso a paso, con plenitud. Aún hoy, a los ochenta y siete años, aspiro a no darme por vencido, mientras cada día repito en voz alta «Mañana será mejor ».


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