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Tierras peligrosas -Texto Gustav- (R)

A primera hora como cada mañana de junio, Alfred fue a su huerto. La tarea que tenía prevista para hoy era regar, pero al llegar allí quedó paralizado. En su cara se reflejaba una combinación entre rabia y pena. Todo su hortal, en el que tenía plantado gran variedad de hortalizas, estaba destrozado ante sus ojos. Como si hubiese pasado un elefante enfurecido. Se agachó para recoger una mata de tomates y ¡zas!, alguien golpeó su cabeza con un leño y cayó al suelo perdiendo el conocimiento, al igual que la memoria. Después de unos minutos, el brillo del sol y el continuo cantar de los pájaros lo despertó de su inconsciencia. Estaba solo en una huerta destrozada, a sus espaldas una leñera cuidadosamente organizada. Desorientado, como a unos quinientos metros vio lo que parecía una cabaña. Aún con sus sesenta y ocho años su estado de forma era envidiable. No se lo pensó más, llegaría a la cabaña. A la izquierda del sendero, vio un gallinero hecho de tablas de palés y delimitado por una valla, se dirigió hasta allí. Las gallinas alborotadas revoloteaban sin parar como si les fuese la vida en ello. Pasó dentro y vio huevos rotos; tanto en el suelo como en los nidales. Salió inmediatamente desconcertado hasta que vio el sendero. A su derecha pudo ver una cuadra de cerdos, estos estaban fuera. En sus plenas facultades se habría acercado a ver como se encontraban, pero en su estado pasó de largo; lo que quería era llegar a la cabaña que había visto, para encontrar alguien que le explicase dónde estaba. Cuando al fin llegó observó que era de dimensiones rectangulares y de dos plantas. Las paredes eran de adobe y el techo de maderas y cañas; estaba bien mantenida. “¿Habrá gente”, se preguntó. Pasó dentro, al frente había una chimenea con un sillón a cada lado, a la derecha una mesa con cuatro sillas alrededor. Avanzó despacio y cogió un retrato que había sobre la mesa. En la foto aparecían él con su padre y su abuelo; los tres moradores de esas tierras, tres generaciones. La foto fue como una luz alentadora surcando la laguna densa y solitaria de su memoria. Ahora le venían imágenes de todo lo que había visto: el huerto, el gallinero, la graja de cerdos, incluso de las colmenas, situadas en el monte. Entonces lo entendió todo, alguien había destrozado su hortal, rompió los huevos del gallinero y después le golpeó. Pensó en cómo guardar sus propiedades, por si se le ocurría volver. Una vez ideado el plan protector lo llevó a cabo, termino a media noche. Cenó y se acostó en la habitación de la planta superior. Despertó a las seis y media de la madrugada. Se asomó a la ventana. El día quería relucir. Una calma casi pesada, vaticinaba una inquietud perturbadora. Tomó asiento y desde la habitación, con sus prismáticos contemplaría la entrad del intruso. Casi a las siete distinguió las luces de un coche, que paró en el camino, ya dentro de sus tierras. Los cuatro ocupantes bajaron del vehículo y miraron los neumáticos. Alfred vio con sus prismáticos dos ruedas desinfladas de la parte izquierda, a causa de las tablas con clavos que él había colocado. Los cuatro individuos cogieron sendos cuchillos del maletero del coche y se dirigieron hacia la cuadra de los gorrinos. De repente, observó como antes de llegar pararon y se frotaban los ojos y las narices constantemente, tosían y estornudaban sin parar. Alfred había extendido tres sacos de pimienta molida en la vereda, cuanto más pataleaban más pimienta ascendía a sus vías respiratorias. Con las ansias de los picores, toses y estornudos, buscaron agua para lavarse y se dirigieron a la huerta, ya que hay estaba el pozo. Cuando llegaron a este, se agruparon esperando el agua ansiosamente. Uno de ellos cogió el cubo para sumergirlo y de repente; los cuatro empezaron a correr y mover las manos para quitarse las abejas del cuerpo. Su anfitrión les había puesto una colmena dentro del cubo, había para los cuatro. Mientras, Alfred con sus prismáticos los miraba complacido y recordó la primera vez que subió con su abuelo al monte a por miel. Le picó una abeja en el cuello, el aguijón se le quedó metido en la piel y su abuelo tuvo que quitárselo. Un coche fue a recoger a los cuatro malhechores y no volvieron nunca más a molestar a Alfred.

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