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Tormenta - Laura (R)

El edificio era una clara muestra de poder de quienes allí tenían sus oficinas. Los paneles vidriados brindaban protección, nada estaba librado al azar. Tafari miró una última vez su reloj y cruzó la calle. Antes de entrar, miró hacia el cielo. Desde el sur se acercaban con velocidad nubes cargadas de lluvia. Una ráfaga le trajo el aroma a tierra húmeda, los recuerdos lo invadieron. Era otra vida, él era otra persona. No podía volver. Nadie lo esperaba, había sido convenientemente dado por muerto. En su trabajo era lo mejor, sin lazos, sin ataduras. Con un movimiento de cabeza alejó tales pensamientos y se centró en su misión. No estaba allí para recordar el pasado, estaba por su trabajo. Introdujo una tarjeta que tenía grabado un triángulo amarillo y las puertas se abrieron con apenas un chasquido. El aire templado lo recibió permitiéndole recomponerse del tórrido calor del exterior. Se dirigió al ascensor mientras, por pura práctica, localizaba las discretas cámaras de seguridad. No le interesaban, aunque siempre era bueno saberlo. Sabía que habría ocultas, nada escapaba al control de quienes trabajaban en ese sitio. La mullida cabina le permitió relajarse unos instantes, pero al momento advirtió su debilidad. “Me estoy poniendo viejo,” pensó” y eso, en este negocio, no funciona”. Con pasos medidos llegó hasta una puerta tan anónima como cualquier otra de las otras. Tocó el timbre, ningún sonido rompió el aséptico silencio del pasillo. Una mujer que rezumaba eficiencia le abrió la puerta. No fueron necesarias las palabras, con un simple gesto le indicó que lo siguiese. Pasados unos minutos, unas puertas dobles de caoba se abrieron. Tafari entró, conocía la oficina. Un hombre de ojos insondables lo saludó mientras lo felicitaba por su último trabajo. Se sentaron a una mesita baja y sin perder tiempo le deslizó un sobre. —Espero discreción. Tafari no dijo nada, sin embargo le resultó extraña la advertencia. Sintió un leve cosquilleo al tocar el sobre. Lo abrió. “No puede ser”, pensó, mientras sus ojos volaban por la información que allí había contenida. Con el entrenamiento de años logró permanecer impasible. Se sabía observado. ¿Era esto una prueba? El sonido de un trueno comenzó a rodar por el cielo, el viento comenzó a agitar las copas de los árboles. —¿Alguna pregunta? —quiso saber el hombre, con un aire totalmente indiferente mientras se acomodaba los puños inmaculados de la camisa. Tafari tenía muchas preguntas, pero no era lo que se esperaba de él; simplemente cumplía órdenes. Se sentía aturdido, le parecía que estaba enredado en una muy sutil telaraña de ambiciones e ideales. El hombre sentado tras el escritorio lo observaba mientras dejaba pasar los segundos ocupado en preparar uno de sus cigarros. Un rayo iluminó brevemente la habitación que se iba quedando en sombras con un fulgor eléctrico, los ojos de ambos brillaron en la oscuridad momentánea que lo siguió. —No —respondió, intentando dar a su voz un timbre neutro que estaba muy lejos de sentir. —En tres días el trabajo debe ser realizado. Tafari no respondió, asintió con la cabeza, aunque le extrañó la premura. Sin más que decirse, el hombre lo acompañó hacia la puerta. Al salir su visitante, volvió a su asiento. Sonreía con suavidad. La puerta se abrió, la mujer entró sin llamar a la oficina. — Ya está— dijo el hombre. Ella asintió, satisfecha. Tafari salió del edificio controlando sus movimientos. Inspiró intentando relajarse unos instantes y subió al costoso auto rentado mientras repasaba lo que se esperaba de él. Por unos instantes había esperado que le dijera que era un error, pero no fue así. Su trabajo dependía de su profesionalismo. No podía cuestionar nada. Pero la duda, que se había mantenido apartada durante la entrevista, volvió con todas sus fuerzas. Densas nubes se descargaron sobre las calles de pronto vacías de personas mientras el viento agitaba con violencia todo lo que se interponía a su paso. Entregó el auto y se fue caminando, perdido en sus pensamientos. Pasó junto a una fila de mendigos que esperaban por un plato de comida. En el interior del salón ruinoso se escuchaba el golpe de las cucharas metálicas, nadie hablaba. No lo esperó. Una sombra se desprendió del árbol. El golpe lo hizo caer de rodillas. Buscó la navaja oculta en el brazo, no pudo usarla. Otro golpe en la sien lo derribó. Una venda le cubrió los ojos, con precintos lo inmovilizaron. Sintió las primeras gotas, recordó otra lluvia en una aldea antes de perder la conciencia.

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