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Y quedó como hito. El triángulo unificarÃa ese mundo dividido en dos.
Quizás sea una paradoja que un triángulo fuese a parar como señal de lo que habÃa sido una división de dos partes, pero cosas más inverosÃmiles se han visto. Los que sobrevivimos, por muy corta existencia que nos fuese asignada y por precaución, nunca debimos ignorar que otras fuerzas, ajenas a nosotros, pudieran desarrollarse. Unas fuerzas naturales capaces de decidir lo que estarÃa bien de lo que estaba mal.
Todo comenzó con un cielo plomizo en el hemisferio norte y con un sol cegador en su opuesto. Después llegaron nubarrones grandes y redondos inundando el espacio y en el sur, aquel infierno incierto donde terminarÃan ardiendo hasta las piedras. Las focas y los osos polares se escaparon flotando. Y en el sur, a las cebras se les fue desollando la piel con el aire abrasador de la tundra. De este hemisferio sur solo las grullas azules volaron. Las tortugas del mundo no sobrevivieron, era cuestión de tiempo. Dejaban en su caparazón toda su virtud.
La humanidad también salió a buscar ese lÃmite. Por entero las razas se unieron hacia ese triángulo. Nadie pedÃa comida, todos huÃan. Ya no tendrÃa sentido en el sur una cuchara si el plato se derretÃa, al mismo nivel que la gota ya habÃa colmado el vaso en el norte. Las razas avanzaban. Las del norte con sus paraguas, con un tiempo anclado, perenne, dispuesto a no dejar de llover. En este hemisferio ya no existÃa vestimenta que diferenciara los unos de los otros. Todas llevaban largas capas azules impermeables y sombreros de copa amarillos. Un mar de paraguas arrollaba; pegados como una cascada sin fin. Esa oleada de gente huÃa, abriéndose camino en lo anegado; encontrando a su paso puentes inundados y esquivando zonas pantanosas; montañas de casas y vehÃculos atrapados en el fango. La oscuridad se habÃa impuesto y ya solo estaban a expensas de la luz natural. Las razas del sur, en cambio, migraron en masa por los suelos cuarteados y los desiertos colmados de arenales estériles. El sol, que habÃa reventado en claridad, caÃa sobre los cuerpos como una manta de pura lana. En ese rojo oxidado se hundÃan. Una humanidad que se habÃa mimetizado embadurnada de barro colorado y manteca marchaba con sus gorros cortos de piel de cabra. ParecÃan sombras que avanzaban como un espejismo. Las siluetas se disolvÃan en la calima, reptando como una serpiente, con un avance que deformaba las dunas. La sequÃa habÃa establecido su imperio y marcaba el paso de esa marcha sedienta, agarrados a la piel y a las vÃsceras. Caminaban hacia esa franja de esperanza.
La tierra se despoblaba por los extremos y como la marabunta, todos iban hacia el ecuador, donde no habÃa ya techo ni suelo. La latitud cero. Era la gran sala abierta para todos sin causa alguna ni tampoco desigualdad en el género. La franja que, aun siendo frontera, giraba tan rápida que saltaban por igual todos los caballos del tÃo vivo en el que se habÃa convertido el planeta. Girando, girando, los polos eran cada vez más achatados por la basura, los desperdicios de la inmundicia. Los bebés recuperados de los contenedores se habÃan salvado gracias a la inmunidad adquirida. Era un nuevo origen sin monigotes de barro. El lugar donde no habrÃa ni maremotos ni huracanes, allà donde los rÃos siempre alcanzarÃan el mismo caudal y donde la carcoma se habÃa convertido en un plato suculento. De aquà saldrÃa esa única raza que darÃa armonÃa al mundo, una raza polÃticamente organizada. Desde el dron yo los pude ver a todos, concentrándose, venÃan de arriba, de abajo, como una sarta de cuentas de un collar infinito. Los que han sobrevivido les une una sola lengua, una cultura, una historia y un solo origen. Pero hay algo que les preocupa, y mucho: que los osos ahora son bipolares y las grullas azules sudafricanas interpretan con su vuelo valses de Viena. Ni los psicoanalistas son capaces de dar con una solución. Todos, todos ellos, la nueva raza humana y esos insólitos animales, forman parte de este triángulo amarillo, la embrionaria razón del nuevo SER.