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UKARI - 200 - (R)


Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos. Comencé con la cita, y no por que sea fan de Saint-Exupéry. Odio El Principito, tanto como odio a Ana Frank. Sin embargo, odiaría más ser descalificado. Pienso, pienso, pienso: ¡Que cita tan profunda! Pienso que uno llega más lejos en motocicleta. Caminando en línea recta, Aquiles no llego ni alcanzar a la tortuga.

Alguna vez tome un curso de filosofía oriental, y solo me sirvió para darme cuenta de que soy aberrantemente occidental. Solo entiendo el tiempo lineal judeocristiano, que también tiene sus ascensos y descensos. No voy a meterme en un dédalo. Ni ocupo ir tan lejos para encontrar formas más complejas de viajar. Aquí, en mi estado, los wuixarika no entienden el tiempo como el espacio o momento en el que suceden las cosas, sino como las condiciones que les dan forma. Hace ya diez años que estuve en la Sierra Madre. Entonces pasaba por el, hasta ahora, peor momento de mi vida. Acababa de morir mi hijo, Dante, de solo un año y seis meses. Era mi primer hijo, y no sé si exista la vida después de la muerte, pero me gusta pensar que algún día nos volveremos a reunir en un gran abrazo.

Los meses que siguieron a la muerte de Dante me la pasaba solo en mi casa, con las ventanas cerradas, bebiendo. Abandone la escuela y no tenia trabajo. Todas las noches veía Animales con Empleo, un show de Animal Planet. Odiaba tanto al pato bombero, que cuando me hablaron de un empleo como maestro comunitario acepte sin preguntar a donde me mandarían.

A la semana siguiente tome un autobús a San Martín de Bolaños. Al principio el paisaje ocupaba toda mi atención. Luego de un momento me sumí en hirientes cavilaciones, mientras veía por la ventana: me preguntaba por qué la naturaleza, madre y puta de todos nosotros nos da la vida solo para arrebatárnosla. Atravesamos esta selva de angustias, buscando respuestas, música que nos endulce el oído, pero no hay nada, al final esto es solo un disparo al aire.

Mi vida ya no transcurría, se había vuelto un centelleo inmóvil, una intermitencia sedentaria, cuyo ocaso ocurría en el mismo sitio de su fugaz luminiscencia, bajo un sol a-trasladante. Quizás, por eso, cuando fui invitado a la fiesta del Hikurí (peyote), el marakame me bautizo como wuxarrakame (loco), y deje de ser llamado teíwary (gusano), como los wuixarika llaman a los mestizos.

Ocho horas después, baje del autobús para abordar otro, que me llevo a Mezquitic. Aún me faltaban cuatro horas para llegar a mi destino, pero a partir de ahí, ya no había transporte publico. Así que comencé a caminar por una brecha polvorienta, bajo las estrellas, sin ánimos, ni miedo, ni esperanza.

No camine ni quince minutos cuando paró una camioneta. El conductor, un hombre de algunos cincuenta años, me dijo que no iba hasta Nueva Colonia, pero me acercaría bastante. Solo tendría que caminar otros diez kilómetros, quizás menos, quizás más.

Mi reloj marcaba las 19.45hrs., cuando baje de la camioneta, y me introduje en un oscuro sendero, ensimismado. Un fresco soplo de viento sacudió mis cabellos, agitando mi ansia. Nubes grumosas amenazaban la paz nocturna, y la Sierra susurraba con voz quebradiza, cuando advertí, que a un costado del camino se alzaba un remolino de fuego gigantesco, eyaculando el entorno, incendiando los colores, ardiendo con ellos. No exagero, parecía que fueran las cuatro o cinco de la tarde, tal era su fulgor. No podía creerlo. El remolino se hizo azul y a algunos cien metros se levanto otro igual o más resplandeciente, y otro más. Era como presenciar un sueño o un milagro, que a fin de cuentas son lo mismo. Por un momento tuve la impresión de que los remolinos estaban vivos, que respiraban, reflexivos. El espectáculo era hipnótico.

Cuando llegue a la telesecundaria de Nueva Colonia, les conté a mis nuevos compañeros lo que acababa de ver. Mejor no lo hubiera hecho. Días después, se lo conté a mis alumnos, y me dijeron:

—La Sierra le dio la bienvenida, profe.

No me gustan las ideas místicas. Yo quería una explicación racional, así que cuando conocí al doctor del municipio, le platique lo que había visto, y me dijo: —La Sierra le dio su bendición. Fue aceptado.

*



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