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Un día cualquiera en la vida de una madre - Amaranto- (R)


No ha transcurrido mucho tiempo, cuando un corro de nubes saltarinas asoman por el horizonte, parecen escombros de cenizas amenazando lluvia. Hoy tengo turno de noche en el hospital, así que de momento no tendré que sufrir los estragos del aguacero, que parece iniciar su curso habitual empapando los cristales y fachadas con su entrecortado llanto. Iván se ha levantado de la siesta con el rostro contraído y el ceño arrugado, parece como si algo desagradable hubiese perturbado su sueño. Héctor no quiere merendar y está reclamándome con sus lágrimas. Hace poco que ha empezado a dar sus primeros pasos, mientras su hermano, Iván, que lo mira con recelo me reclama su atención tirando el bocadillo mordisqueado al suelo. Contemplo por la ventana la piscina de la urbanización, su abandono la ha terminado por pintar de verde. A su alrededor flotan todo tipo de desperdicios, bolsas de plástico; flotadores descoloridos y magullados por la desidia; tumbonas repletas de inmundicia; el césped brotando hasta en los rincones más insospechados.

—Mamá ¿has visto las ranas? —me pregunta Iván con los ojos muy abiertos y brillantes. —Sí, están ahí flotando en ese agua verdusca... ¡Puaj! —le respondo contrayendo el rostro mientras se me revuelve el estómago. —Mamá ¿podemos ir a verlas? —me interroga de nuevo tirándome del vestido para llamar su atención. —¡No, no vamos a bajar! ¡Es asqueroso! —le replico subiendo el tono de mi voz y juntando las cejas. —Pero mamá, la "seño" nos ha mandado dibujar unas ranas. ¿Quieres que me castigue si no hago los deberes? —¡No te lo habrás inventado, como lo de llevarte al Jardín Botánico! Esta vez me lo tendrás que demostrar. He hablado con tu "seño" y me ha prometido que te anotará en tu cuaderno cada tarea. ¡Tráemelo ahora mismo! —¡Aquí está! —Bueno, pero tendrá que ser cuando el cielo escampe. De momento, no bajaremos para que no pilléis un resfriado. Hoy no es buen día, Iván. Además, no te preocupes porque tengo un libro con fotografías de ranas que puedes dibujar. —¡Mamá, no es lo mismo! ¡Yo quiero pintar las ranas de la piscina! —exclama mi hijo protestando con sus piececitos dando patadas a la mesa del salón y esbozando una llantina. Algo que Héctor imita al instante. —¡Ya está bien! ¡Cómo sigáis llorando os quedareis sin ver los dibujos animados! —concluyo arrugando el entrecejo y alzando las cejas.

De forma asombrosa la tormenta empieza a amainar, las gotas que tamborileaban en los cristales lentamente van achicándose hasta convertirse en unas diminutas gotitas. Al rato, la presencia del crepúsculo baña con sus tules rosas y morados los tejados de los edificios descendiendo entre las calles solitarias. Iván permanece tranquilo pintando las ranas con pinturas verde y amarillo, las mismas del libro de Naturaleza suele estar depositado en el estante, mientras Héctor se toma un batido de frutas con leche.

Suena el ruido de la llave en la cerradura. Es mi marido, que acaba de regresar del trabajo. Los niños se arremolinan a su alrededor para recibir los mimos acostumbrados. Él los alza en brazos dándoles besos y haciéndoles cosquillas.

—Gabri, cariño, quédate con ellos, que voy justa de tiempo para irme al trabajo. Hoy me toca guardia en el hospital. —Espera, ¿dónde pusiste las cucharas? Esta mañana en el desayuno he tenido que remover el café con el tenedor de postre. —¡Ah, sí! He comprado otras nuevas, no me ha dado tiempo de colocarlas. Están en la bolsa de papel junto a la ventana de la cocina, ya sabes. ¡Me voy, que llego tarde! —¡Niños, ya es la hora del baño, luego la cena y a dormir!

Los ojos comienzan a pesarme mientras desciendo en el ascensor hasta el garaje. Mi jornada nocturna no me permitirá regresar a casa hasta las 8 de la mañana.

El tráfico a esas primeras horas de la noche todavía colapsa algunas autovías de circunvalación por lo que procuro conducir despacio y mirando el espejo retrovisor cada vez que cambio de carril. Apenas me quedan unos pocos metros para desviarme a la salida que lleva directamente al hospital, cuando un camión con un triángulo amarillo y símbolo de material inflamable atraviesa la mediana colisionando contra mi vehículo. Solo unos escasos segundos antes soy consciente del desastre e instintivamente aprieto con mis dedos, pulgar y corazón de la mano izquierda la alianza en el dedo anular de la otra mano. Luego, cierro los ojos balbuceando: "Héctor, Iván, ¡perdonarme! ¡No he podido evitarlo!".


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