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Un Sí bemol, muy especial (C) - Amadeo - (R)


Un Si bemol muy especial (C)


Despertó agitada. Un mínimo sudor ya cubría su cuerpo cuando extendió el brazo y confirmó que su esposo se había levantado y estaría en viaje hacia el trabajo. Un presentimiento confuso la aturdía. De pronto visualizó pálido a su hijito y corrió hacia él.

Dormía. Una respiración serena lo acompañaba al igual que su autito rojo. Su rostro infantil mostraba paz e inocencia. Más tranquila, Katya regresó a su cama y tras un fuerte suspiro, intentó descansar.

Tras el desayuno compartido acompañó a su hijito Gaspar, de cuatro años, hasta la vereda para esperar el transporte escolar. Al beso, más prolongado que lo habitual, lo percibió como una áspera despedida. Con los ojos humedecidos por lágrimas menores, al alejarse el bus, supo que su desvelo duraría hasta que Gaspar regresara.

Almorzaron juntos entre risas y bromas. Ella aliviada y él inocente esperarían al padre. Con el rostro adusto, Hyogo los besó y prácticamente sin comentarios, fue a ducharse. Katya necesitaba contarle su presentimiento, pero finalmente guardó silencio: no quería agregarle otro agobio.

Hyogo, en el living, comenzó a tocar en el piano hermosos acordes mientras su rostro se pulía, sus ojos adquirían brillos vivaces y sus labios perdían tensión. Tiempo después, padre e hijo competían con carreras de autitos, donde siempre ganaba uno rojo. Cenaron en concordia triple, como familia ejemplar.

De madrugada Hyogo salió hacia su empleo. Katya despertó a su hijo, desayunaron y lo acompaño a esperar el transporte. Al verlo subir, reapareció aquella nefasta inquietud. Estuvo por gritar para detenerlo, pero se contuvo. Inmovilizada por el terror se sintió prisionera, le costaba razonar. Inquieta comenzó a mirar el reloj para apurar el tiempo.

Cuando Gaspar bajó del bus, la madre lo notó desmejorado, muy pálido. Luego constató que le costaba respirar, que su agitación era anormal y que la fiebre dominaba al niño. Desesperada llamó a su esposo y al pediatra. Llegaron juntos.

Tras auscultarlo y hacer otros controles el doctor, negando con la cabeza, indicó la conveniencia de internarlo para realizar estudios tomográficos y análisis específicos. En la clínica diagnosticaron neumonía.

La enfermedad avanzaba. Durante la estadía en terapia intensiva, el nene necesitó ayuda respiratoria. El padre, durante las noches en su casa, se refugiaba en el piano heredado del abuelo. Las armonías que de allí afloraban lo transportaban a un olvido reparador que insistía en desaparecer a cada instante.

Pidieron llevar al hijo a su habitación, a su cama y poder rodearlo con sus juguetes y ellos tres, estar juntos los últimos momentos por amargos que estos fueran. Obtuvieron la autorización y se mudaron. Un médico los visitaría y tres enfermeras colaboraban. El padre tocaba el piano, repetía partituras o creaba otras. Así creía mudar la tristeza, negar llantos propios y ajenos.

De pronto, una tarde, Gaspar cambió de mano su autito rojo, se retiró la mascarilla con oxígeno y habló:

— Piano.

— Sí mi amor. Papi toca el piano. ¿Te gusta? —las últimas palabras parecían trabadas en la garganta de la madre.

— Sí… Lindo.

La enfermera lagrimeó, la madre corrió al living y volvió con el padre. Gaspar dormía. Una pequeña esperanza había asomado en los corazones adultos. Hyogo regresó al piano. para mataba su angustia. Sus dedos parecían rogarle a las teclas y la música brotaba simétrica como de concierto celestial. Necesitaban ese alimento.

Más tarde, el nene volvió a sacarse el respirador y mostró una sonrisa, la suya, la de siempre. La madre exultante, pudo pensar en el futuro de ellos juntos, riendo abrazados. La enfermera asistió al pequeño y el padre corrió al piano. Entonces nació una gala musical dedicada a su hijo. Los corazones se llenaron de euforia. Cuando el nene se durmió otra vez, brotó el silencio.

Al otro día, el padre recomenzó con melodías puras, sanadoras. Todos expectantes miraban a Gaspar cuando despertó.

— Piano lindo —dijo con los ojos brillantes, inolvidables para Katya.

Se sucedieron noches acompañándolo con música. Por fin dejó el respirador. Un día dijo tengo hambre. Otro pidió sentarse…. Y un dulce estupor inundó la casa. Los padres aceptaron el milagro. Tres días después, Gaspar acariciaba el piano.

— Quiero saber tocar, papi —reclamó temeroso.

— Si hijito, te enseñaré.

— ¿Cuándo me cure del todo?

— Sí, querido. Muy pronto —respondió y el abrazo permitió que el nene tocara un Si bemol muy especial.

Los tres aplaudieron y retomaron el juego con el autito rojo como ganador.


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