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Lo primero que me gustarÃa dejarte claro, Ramiro, es que nunca planeé nada, las cosas se torcieron y el destino hizo su parte.
Comencé a asumir lo ocurrido cuando fui consciente de que yo no era el culpable de no haber adivinado lo que aconteció después. Para mà fue ella quien dejó de existir al evitar ponerme en sobre aviso, al fin y al cabo yo era su marido.
Te garantizo, Ramiro, que no me resultó fácil avanzar en esa dirección, pues todo transcurrió tan deprisa y con tanto desconcierto, que aún me parece un mal sueño.
Déjame que te explique que esa misma mañana, al recibir en casa una llamada del hospital avisándome de que Carla habÃa sufrido un fatÃdico colapso pulmonar, me dije a mi mismo que debÃa tratarse de alguna tocaya, porque no podÃa ser ella, ¡una hora antes estábamos charlando por teléfono y no la noté nada raro! Me contó que me echaba de menos y que el chaparrón veraniego la impedÃa salir del hotel.
Decidà presentarme en el hospital, Ramiro, porque Carla ya no respondÃa a mis llamadas. Ni siquiera las que realicé a la habitación del hotel en la que, supuestamente, decÃa que estaba alojada. Esta pesquisa fue el detonante para comprender todo lo que vino después.
Recuerdo que hablé personalmente con un empleado del hotel, el cual me mostró la habitación que estaba reservada a su nombre y me preguntó si querÃa ocuparla, pero no supe contestarle. Me causaba sonrojo y no llegaba a entender el motivo de ello, cuando era algo que todo el mundo hacÃa.
Era evidente, que tenÃa delante una maleta, en concreto la de Carla, su tamaño era ridÃculo en comparación con la cama, que recordaba al casco de un trasatlántico.
La odié por destaparme su secreto, pudo escoger otro instante para morir, desaparecer sin destruir la burbuja de felicidad que me mantenÃa a su lado. ¡Qué distinto habrÃa sido todo si me hubiese dejado llorar por su ausencia!
Cuando me di cuenta, el empleado ya no estaba y el ocaso pintaba las paredes de la habitación con tonos anaranjados. Asomado a la ventana pensaba que la caÃda desde el quinto piso resultarÃa mortal.
HabÃa un sillón en una esquina de la estancia que me dio la impresión de ser confortable, estaba algo mareado y decidà recostarme en él, con el cuello inclinado dejando colgada la cabeza hacia atrás. Cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño.
El calor del crepúsculo se disipó y a cambio me llegó el recuerdo de la heladora sensación del depósito de cadáveres y del hombre que tirando del cajón metálico me mostró los restos de Carla envueltos en una bolsa negra de plástico, una fotografÃa en blanco y negro imposible de olvidar.
Me comprendes, Ramiro, la mente es muy peligrosa y suele jugarnos malas pasadas, ya que de haber estado con ella a solas en aquel instante, seguro que la habrÃa gritado o soltado algún insulto, porque llevaba toda la mañana llamándola al móvil y su insistente silencio alteró mis nervios.
Cuando me dieron sus objetos personales también me revelaron que alguien le habÃa acompañado en la ambulancia y que dejó la dirección de un hotel.
Recordarlo hizo que tambaleasen mis piernas y mi interior se impregnase de una opaca sensación de ahogo, por lo que opté por abrir los ojos. Entonces advertà el diseño simétrico de las lÃneas que decoraban cortinas, paredes, toallas... Formando elementos de un todo indivisible, de una urdimbre multicolor enredada sobre sà misma, acorazada. De este modo entendÃa el amor que existÃa entre Carla y yo.
A partir de ese instante me dispuse a borrar cualquier recuerdo de nuestra relación. Salà del cuarto y bajé a recepción para abonar la cuenta de su estancia, una habitación doble y un abono aparte de una factura de la tienda de regalos del hotel, de la cual ni siquiera me interesé por preguntar.
Al salir del establecimiento te llamé pensando que nadie como tú, mi mejor amigo, podÃa ayudarme a olvidar.
Estoy convencido de que ahora lo has comprendido, porque no podÃa haber obrado de otra manera cuando descubrà en tu muñeca ese reloj de oro en el que cada parte formaba un todo indivisible. ¡Lo vi muy claro! Tu proximidad a las escaleras del hotel y un pequeño empujón me ayudaron a deshacerme de ti, como quien tira una inmundicia a la papelera...
De otra forma el olvido me habrÃa sido imposible.
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