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Una paloma herida - Naufragio2020 (R)

Partido de Maipú, seis de la mañana. He detenido mi automóvil a la vera de la ruta y estoy muy cansado. A mi derecha, el viejo restaurante vasco Ama Gozua y hacia adelante el infinito horizonte de la autovía. He pasado allí buenos momentos pero ahora es demasiado temprano para encontrarlo abierto. Hace un rato que ha parado de llover. Hay ahora una especie de rocío bastante leve que permanece suspendido en el aire. El viento del espacio despejado trae un inconfundible aroma a campo y ya han comenzado a cantar los pájaros que suelen cantar cuando amanece. La ruta se encuentra semivacía. Al igual que mi vida sin ella. Así que decido bajar y caminar por un rato. Al salir del auto percibo el primer destello. Aún no ha llegado la primavera pero el sol, obstinado, intenta ponerse a relumbrar detrás de las nubes y de un gran monte de eucaliptus. La mañana de Maipú me recibe de la única manera en la que se puede recibir a un hombre urbano. Estoy abrumado por la naturaleza y siento un viento duro e inclemente que me golpea de frente la cara. Nunca me hubiera imaginado que llegaría el maldito momento de no tenerla más. Mientras tanto hay una enorme sugestión en el ambiente y el mismo viento pasa como si fuera una corriente, como un suspiro o como un extraño soplo. En conjunto con ellos las resonancias del entorno golpean las escasas ramas de los árboles y el soplo, directamente, es un soplo al corazón. Bajo del automóvil y me largo a caminar. Desando mis pasos en la gramilla mientras escucho el ruido de las hojas secas debajo de la suela de mis zapatos. Nada me interesa, en realidad, en esta mañana de Septiembre. Ni siquiera sé bien la razón por la que detuve mi automóvil en este lugar. Para mi ventura, noto que un par de personas comienzan a abrir las cortinas amarillas del Ama Gozua. Al parecer ya no sólo dan comida como antes sino que ahora también sirven desayuno. Cuando me voy a acercando a la entrada una de las empleadas me recibe con una sonrisa. Me siento feliz ya que podré beber café para despabilarme un poco. Al costado del camino que se dirige a la entrada encuentro una paloma herida. Se localiza allí, semioculta al costado de una especie de triángulo de metal oxidado. Tiene el ala derecha quebrada. Sus ojos sin conciencia miran en derredor como buscando una respuesta a lo que le pasa. Pero no la hay, por supuesto. Ni para la paloma ni para mí, que soy un ser humano tan pasajero como ella. Estoy acorralado por mi torpeza. Nunca debí permitirle a mi amor que se marchara. Y ahora la extraño como un desdichado que no tiene escapatoria. Si yo me juzgara a mi mismo en este preciso instante terminaría condenado. En otros tiempos he sido benigno conmigo y con mi conducta pero ahora no lo soy. He arruinado mi vida y no sé como remediarlo. El sol ya se eleva unos grados entre las nubes mientras yo giro la cuchara en el café. Siento que otra vez el Ama Gozua termina por reconfortar mi alma. Tal vez la llame, tal vez no. Me hieren algunas cuestiones que no puedo evitar. Al salir vuelvo a encontrar a la paloma herida. La miro y me vuelve a mirar, acurrucada entre el metal y el pasto. Entonces me acerco y la tomo entre las manos. El ave no opone resistencia y yo la llevo conmigo a mi automóvil; la apoyo en el asiento del acompañante y salgo de allí sin rumbo fijo. Hay una especie fascinación interior cuando uno no sabe adónde va. Cierto atavismo inexplicable que nos reconforta dentro del dolor que llevamos en el alma. Yo tengo otra paloma herida en mi vida y es una mujer. Y una vida personal, por otra parte, que ha comenzado a carecer de sentido desde hace ya bastante tiempo atrás. Mientras tanto el sol comienza a enseñorearse en el cielo de Maipú y sus rayos terminan por doblegar la barrera de las nubes de lluvia. Retomo la senda de la autovía pero no tengo un destino cierto hacia donde viajar. Pongo música en la radio. Vaya a saber adónde iré a parar.

©2019

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