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Violencia de género (C) - Ratopin Johnson - (R)


Cuando mi esposa me comunicó que quería el divorcio, proferí algún grito, lancé algún vaso, algún plato, un jarrón. Ninguno pasó cerca de ella. Con el jaleo, mi hijo se despertó. Recordaba su expresión, mirándome asustado. Estaba fuera de mí, sí, pero, ¿una orden de alejamiento? Mi abogado, no obstante, opinaba que sería algo temporal, ya que no había antecedentes de violencia doméstica en mi caso.


Lejos de la casa que seguía pagando, y de la familia, a la que seguía alimentando, me instalé en un piso mucho más pequeño. Pero tendría que acostumbrarme, si quería traer a mi hijo alguna vez, cuando pudiera.


Hice traer el piano. Al menos, sería un consuelo. Pero yo que he tocado todos los días desde que tengo uso de razón, me tiraba en la cama y lloraba la mayor parte del tiempo.


Ella y su hija vivían al otro lado de la escalera. Cuando al fin salí del apartamento, evitaba a todo el mundo, y por tanto, a ellas también. Por ejemplo, si esperaban el ascensor, yo ni saludaba, y decidía subir por las escaleras. Además, era una mujer, y yo ahora odiaba a todas.


Me acerqué por fin al piano. Lo acaricié como a un viejo amigo, el único, y él me respondió complacido con el sonido de sus teclas. Comencé a sentirme mejor. Chopin seguía allí, nunca me había abandonado. La cura interior había empezado.


Entonces, levanté la vista del suelo y tuve el valor de mirar de nuevo a la gente. Me di cuenta de que mi vecina llevaba siempre gafas de sol. También, que cuando coincidíamos, me rehuía. Comprendí que lo había hecho siempre, pero no me había percatado, porque estaba ocupado evitando a las personas.


Después, llegó el período de confinamiento a causa del dichoso virus. Me centré en el trabajo. Me hacía bien. Hablé con mi hijo, que no parecía verme como un monstruo. Todo parecía ir encauzándose.


Una tarde volví del supermercado y la niña estaba sola junto al ascensor con el carro de la compra a su lado. Me miró, creo que por la mascarilla que llevaba. Hacía años, estando en Pekín, un colega chino me regaló unas cuantas (él no se quitaba la suya en ninguna ciudad de más de 100.000 habitantes).


—Hola, ¿estás sola? —pregunté.

—Mi madre ha vuelto al super. Se nos ha olvidado el papel higiénico.

—Pues no se si habrá ahora.

— ¿Eres el pianista?

—Sí.

—Me gusta. A mi madre también.

—Me alegro. ¿Sabes?, tengo un hijo como tú. Tiene ocho años.

—Yo tengo nueve —recalcó—. ¿Dónde está?

—Con su madre.


No hacía falta explicarle que estaba separado. Sin contar las charlas telefónicas, era la conversación más larga que mantenía con alguien desde hacía tiempo. Dijo:


—Mi padre es mala persona.

—Bueno… —intenté reconducir—. Los mayores a veces discuten, pero no quiere decir que sean malos.

—Mi padre sí. Le pega a mi madre—concluyó seria.


Me quedé de piedra. Apareció su madre.


—Hola —dijo.

—Hola, me he quedado con ella hasta que…—me disculpé sin saber de qué.

—Gracias. No había papel, hija.


Me fijé mejor. Seguía con la gafas de sol. Tenía alguna señal en la cara. Llevaba el cuello cubierto, quizá para ocultar alguna otra marca. Si lo que ahora pensaba era cierto, cómo sería ver a tu padre pegar a tu madre. Temer que un día acabe con ella. Y cómo sería para la madre soportar todo eso, teniendo además que criar a una niña.


—Subid vosotras. Mejor mantener cierta distancia en estos tiempos —dije.


En casa, cogí unos cuantos rollos de papel higiénico y un par de mascarillas de mi amigo chino. Llamé a la puerta de mi vecina. Me miró desde detrás de sus gafas.


—He escuchado lo del papel. Tengo de sobra. También tengo estas dos mascarillas extra.

—Se lo agradezco —dijo—. Pero no puedo aceptarlo.

—A mí no me hace falta, en serio.

— ¿Pero cuánto es?


No dije palabra y deposité todo en el suelo. Al rato llamaron a mi puerta.


—Dígame cuánto, por favor – insistió.

—Las mascarillas me las regalaron hace tiempo. Y los rollos… es muy poco.


Calló por un instante.


—Está bien. Gracias —dijo.


Me senté animado delante del piano y toqué durante unas horas. Sabía que tenía público.


Al día siguiente, amaneció un día espléndido. Miré por la ventana. Mi vecina caminaba con paso firme, supuse que al trabajo. Llevaba la mascarilla.


Sonreí. Para mí, la curación seguía su curso. Ellas, ¿cuándo volverían a sonreír?

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