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Érase un rey -Isabel Caballero- (R)


Se llama Cloe. Esperpéntica Cloe con la frente marchita. El pelo de raíces blancas asusta al negro retinto empecinado en camuflar el color del alba. Delicadas venas y finísimas arrugas surcan el mapa desesperado de su cara. El aliento de náufraga ahogada en ginebra o ron, lo que se tercie. Pasaba su tiempo entre la plaza del pueblo y el paseo marítimo, recitando el único poema que sabía. La mano izquierda en el pecho; la derecha dibujaba molinetes en el aire, más bien aspavientos. Al terminar, solía hacer una profunda reverencia a la espera de aplausos, y con suerte, de algunas monedillas. Mi mujer se enfada conmigo cuando le hablo de Cloe. Dice que le doy demasiada confianza. No entiende cómo puedo inspirarme en semejante borracha. —No irás a escribir sobre ella, ¿verdad Manuel? Guardo silencio. Titula a mi galería de personajes, colección de esperpentos. Yo los llamo extrañas aves del paraíso. Cloe fumaba con los ojos semiabiertos, o medio cerrados, para que el humo no entrara en ellos, lo cual, prestaba una expresión cautelosa en el rostro. Parecía observar el mundo a través de la cancela de sus pestañas. Este era un rey que tenía Un palacio de diamantes Una tienda hecha de día Y un rebaño de elefantes… Pensé que la sutileza del “de” cambiaba el sentido de la frase. Una tienda hecha del día sugiere una materia de luz. Me interesaba el punto de vista de Cloe por no estar influenciada por nada, ni por nadie. —Cloe… ¿la tienda está hecha del día o de día? —pregunté vocalizando bien la diferencia de las preposiciones. —¿Cómo…? —Que si la tienda está hecha del… —De día, claro —interrumpió. —Si la hicieran de noche no verían una mierda. Cloe se limitaba a recitar sin analizar los conceptos y a poner en su sitio a un escritor completamente idiota. —¿Sabes Cloe que tu poema lo escribió un tal Rubén Darío? —¿Quién es ese…? Olvidó la pregunta al ver bajar unos cuántos turistas del autobús. La artista salió disparada a escena declamando alto y fuerte, con gran despliegue de gesticulación. Eché un euro en el pañuelo abierto junto a sus pies y puse cara de embeleso. Los extranjeros se detuvieron un instante a mirar el grotesco espectáculo. Ninguno de ellos emuló mi gesto. Siguieron su camino sin que acabara la memorable actuación. —Manuel… ¿no me da usted algo? Mire que no he ganado nada todavía. —¡Pero Cloe! Si te acabo de…, mejor te invito a café. —Un carajillo a poder ser. —¿Has comido algo hoy?, ¿quieres un bocadillo? —Que sea de calamares. ¿Y ese elefante muerto de la foto?—preguntó mirando el periódico que yo intentaba leer. —Lo mató el rey de tus versos, Cloe. Un magnífico ejemplar macho. —¿Y a los otros cuatrocientos?... ya sabe, la cabalgata. Ante mi gesto de duda, recitó los versos. Viste el rey ropas brillantes y luego hace desfilar cuatrocientos elefantes a la orilla de la mar. —¡Ah sí!, tu poema. —Pero… ¿se los cargó a todos? Me miró con los ojos muy abiertos, inquisidores, clavándolos en los míos como aguijones. —¿Mató a los cuatrocientos elefantes? —Supongo que sí Cloe, no me extrañaría nada. Era difícil explicarle la noticia de que el rey de España, el presidente honorífico de la organización internacional dedicada a la defensa de la naturaleza y el medio ambiente, era cazador de elefantes. El de la portada del periódico fue abatido de siete disparos, siete tiros con su rifle Rigby Express del calibre 470. No volví a ver a Cloe durante años. Supe que preguntó por mí en varias ocasiones. A mi regreso a la isla, me contaron que estaba interna en el psiquiátrico después de varios episodios de comas etílicos. Cuando fui a visitarla no me reconoció. Le susurré el poema que tanto le gustaba. Este era un rey que tenía… Al mencionar los elefantes, me pareció ver una tenue luz, allá, en el fondo de sus ojos. —No reconoce a nadie, no sabe ni como se llama —indicó la aséptica enfermera. También le dije que le había traído un cartón de tabaco negro marca Kruger, sus preferidos. La misma celadora indicó el letrero de prohibición. —Supongo que podrá fumar en los patios. Negó repetidamente con la cabeza. Las cancerberas le han requisado los cigarrillos por si se le rompe la caja del pecho. El corazón no se lo pueden destrozar, está vacío de por vida. Lo de la memoria de su alma tiene peor diagnóstico. Un globo henchido de nada.

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