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Éxodo - Ocitore - (R) +18


Dolores Tomasa estaba pensando en retirarse a la vida tranquila. Tenía dinero, no estaba enferma y sus pupilas podían llevar bien el negocio. No había decidido a quién dejaría de encargada, pero evidente que sería una de las mejores cortesanas de su casa. Pensó que lo más apropiado sería ponerse un plazo y cumplirlo pasara lo que pasara. Eran las seis de la tarde. Mandó que le sirvieran su copita de todos los días y llamó a las chicas para indicarles el espectáculo y la ropa que debían emplear esa noche. La casa estaba un poco alborotada por causa de los rumores. Se habían llevado a cabo las elecciones municipales y para asombro de todos había ganada Petra Mendoza, una mujer puritana que había luchado contra el aborto y los feminicidios. Doña Lola, como le decía todo mundo, pensó que con una mujer en La silla del Águila podría seguir sin complicaciones prosperando en su negocio. Esa noche se emborrachó y cerró el domingo, lunes y martes para descansar a sus anchas. No se había informado de lo que sucedía en el exterior porque la fortaleza de su prostíbulo la mantenía bien resguardada. Lo malo fue que los anchos muros de su cuartel le impidieron enterarse de las noticias. El miércoles a mediodía alguien derribó su puerta. Entraron los gendarmes y comenzaron a sacar todo a la calle. Las pobres mujeres estaban en corsé y calzones, no habían tenido tiempo ni de peinarse. Las acomodaron en fila y las lapidaron con fuertes insultos. Tomasa enfurecida les gritó con desesperación, sin embargo, tuvo que resistir la lluvia de rocas que la obligaron a ponerse de rodillas y pedir perdón. Escuchó con resignación y lágrimas lodosas la sentencia. “Te irás de aquí, Maldita Tomasa, con todas tus golfas y no volverás jamás”. La misma Mendoza se encargó de escupirle a la cara. Se tuvieron que marchar. Formaban una masa desperdigada. Adelante iba el mayordomo convertido en cochero. Habían dejado los títulos de propiedad y las joyas, no por voluntad, sino porque les fueron confiscadas. “Son para actos de beneficencia—les dijo el secretario Roldán—mirando a las mujeres decentes que lo rodeaban—. Nunca más será este pueblo una sucursal de Gomorra. ¡Lárguense de aquí, malditas pérfidas!”. Con esas crudas palabras las echó uno de los clientes más asiduos de la casa. Tomasa lamentó no haberle hecho caso a su sentido común, a ese presentimiento convertido en conciencia que se lo dijo clarito: “Ese lobo disfrazado de oveja un día te va a traicionar”. Fue la única vez que no escucho su corazón y lo pagó con el exilio. Ya no había marcha atrás. Era una mujer a la deriva y de su mano fuerte y segura dependía esa masa humana de servidoras sexuales. Las miró con pena, se levantó las enaguas y empezó a andar. La muchedumbre ovacionaba su salida. Se sentía un cáncer erradicado a quien todos despreciaban. No hubo un solo hombre que saliera en su defensa. “!Jodidos, ¡maricones! —les gritó a su paso—Un día eran mansitos y cariñosos, mostraban su valentía metiéndose en nuestras alcobas. !¿Por qué no salen de sus ratoneras?! Los gritos aumentaron y tuvieron que acelerar el paso para que no las masacraran. La población se fue quedando atrás, resignada, como testigo de las noches de orgía que durante muchos años habían hecho felices a muchos degenerados. Ahora eran puritanos, santos improvisados con una aureola postiza. El único perro fiel era Federico el mayordomo, que con dificultad había conseguido un carro y un caballo escuálido al que jalaba por la rienda. Cubiertas con mantas iban Dorita, Aurelia y Santa, las más jóvenes. Las demás soportaban el frío con orgullo, trataban de evitar el cascabeleo, pero parecían una orquesta de castañetas improvisada. La luz de La Luna iluminó la terracería. Las nubes de polvo se confundían con el aliento del caballo y los pies entumecidos se resquebrajaban. El llanto mudo le hizo recordar a aquel hombre guapo de El Norte que la había seducido y la había arrastrado por un caudal de placer durante un recorrido de un mes en las aguas bravas del amor. Tomasa rezó, pero no a Dios, sino al bien dotado Mauricio Gallo que no le negaría su protección. Una voz le dijo que era tarde y que no se ilusionara, que el tiempo cambiaba a las personas y destruía las promesas. Ella no hizo caso y en lugar de encaminarse a un pueblo con puerto se fue hacía la montaña.



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