Había una vez, en un día muy particular, una carrera casi irreal, pero que puedo asegurar su veracidad, pues la contemplaba desde un lugar muy especial mientras me despedía de mis amigos y familiares, antes de emprender un largo viaje a donde sería mi nuevo hogar.
Detrás de una pequeña manta en la que se leía “carrera de insectos de verano”, esperaban impacientes los participantes. El cronómetro empezó a correr. Una palada de tierra saltó en medio del campo, pero la mosca esquivó con su hábil vuelo ese primer obstáculo. La multitud de grillos, cucarachas y hormigas ovacionaban desde las graderías. Por tierra se desplazaba la mantis que recorría graciosamente la grama, esquivando las partículas de tierra. El alacrán cuidaba celoso la pizarra de puntaje, no sería la primera vez que las polillas quisieran cambiar el marcador.
En su puesto esperaba ansiosa el tórsalo la llegada de su compañera para continuar la carrera de relevos. Del otro lado, el grillo esperaba nervioso a la mantis, pues en otros años la masacre provocada por esos insectos hambrientos ponía fin a la reñida carrera.
La mosca llegó primero tocando la pata de su compañera y el tórsalo continuó con sus pequeñas alas el pesado vuelo. Esquivaba, de forma magistral, el abanicar de las señoras que lloraban al muerto.
El grillo con miedo tocó las patas filosas de la mantis. Sobresaltado emprendió su camino saltando por la grama, y haciendo lo posible por evitar la zona donde las palas apilaban la tierra. Aventajaba al tórsalo a pesar de haber empezado después.
La última línea estaba compuesta por la mosca verde en el equipo de las moscas, y en el equipo de los mixtos estaba el escarabajo, color carbón. El tórsalo llegó con dificultad a la línea final, ahí tocó la pata de su compañera verde, quien sin tardanza emprendió el vuelo. El grillo dio el salto final tocando la pata del escarabajo, quien lo más rápido que pudo emprendió a correr, sin embargo, la emoción le hizo descuidado y al llegar a la tumba tropezó quedando panza arriba, terminando así su participación. La mosca se posó sobre mi tumba victoriosa, estregaba sus patas disfrutando de las ovaciones. Orgullosa lanzaba besos a los espectadores, sin percatarse que alguien más la observaba, mi perro Rex, quien se acercó sigiloso y se la comió de un bocado. Terminando así aquel fatídico día. No sin antes ver que con mi partida dejaba atrás un mundo lleno de vida y un ciclo de no acabar.
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