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Cien años atrás - Ratopin Johnson- (R)


El joven Paul llevaba tres días seguidos viendo a un tipo de unos cincuenta años entrar en la misma cafetería. Creyó reconocer a su héroe literario, a pesar de la melena y la barba, blancas y descuidadas. Al cuarto día, se decidió. No tenía nada que perder. Entró en el local y se aproximó a su mesa.

—Buenas tardes —musitó. Repitió el saludo, hasta que el hombre se dignó mirarle.

—No quiero nada más, gracias —dijo con voz seca.

—No, no trabajo aquí. Simplemente, quería saludarle. Es usted George Frederic, ¿verdad?

Se atrevió a sentarse. El hombre le miró sorprendido.

—Ahora sí voy a querer algo.

—¿Café? —dijo Paul—. Invito.

—A estas horas ya empiezo con el alcohol.

Y añadió ante la risa del joven:

— Y no es un chiste…

Paul continuó:

— «La hiedra» me gusta.

— «La hiedra» es una pedantería... —farfulló malhumorado el autor.

—Pero prefiero los relatos de sus inicios.

La mirada del hombre pareció cobrar algo de brillo.

—¿Los conoces?

—Si, son geniales. «El coleccionista», «La torre» …Geniales.

—Sí, son puros, frescos. Simples. Hacía tiempo que nadie me hablaba de ellos. ¿Cómo te llamas?

El hombre empezaba a interesarse por el muchacho.

—Paul —respondió. Y se lanzó, aprovechando la atención del autor. Sacó un paquete grueso de su mochila y lo puso sobre sus manos.

—Ya sé que no seré el primero que le pida esto. Pero si le puede echar un ojo. La han rechazado en todas partes.

Frederic leyó la portada.

— «Cien años atrás». Paul Lescombe. ¿Lescombe?

—Es el apellido de su madre, lo sé. Lo tomé, si no le importa. A propósito, como homenaje.

Frederic le miró como si el chico fuera de otro planeta. Conocía sus relatos y firmaba con el apellido de su madre.

—Es la historia de mis bisabuelos a principios del siglo XX, luego mis abuelos. Todo durante las dos grandes Guerras

Frederic arqueó las cejas. Parecía mucho para un primerizo. Leyó la primera página, mientras el muchacho esperaba nervioso. Le gustó.

—Te la robo un tiempo entonces.

—Por supuesto —dijo Paul feliz.


Intercambiaron teléfonos y Frederic se llevó la obra a su casa. Se sumergió en la historia. Era realmente buena. No tendría más de veinte años y cómo escribía. Sentía cierta envidia. En unos días la terminó.

Se puso a cavilar. El nombre colaría. Era el apellido de su madre. Las casualidades hay que aprovecharlas. El destino por alguna razón había puesto a ese chico en su camino.


En Ediciones N., donde el dintel de la puerta mostraba la inscripción «Leer os hará libres», se recibió una visita inesperada. Anna N. y Bernard, su socio, tenían delante a George Frederic, el escritor de la muy galardonada «La hiedra», que desde entonces no había publicado nada. Depresión, decían, bloqueo creativo. Un tanto desaliñado, pero era él. Traía una obra nueva, de mil páginas nada menos, que firmaba como Paul Lescombe, el apellido de su madre.

Se miraron. Bernard se imaginaba la presentación: no cabría un alfiler. De pronto, se descubriría que el desconocido Paul Lescombe era el famoso autor George Frederic. Menudo bombazo. Anna N. hacía números. Lo leerían y le informarían. Le agradecieron que hubiera pensado en ellos.

—¿Ha leído algo nuestro?

—Bueno, ví la frase en la puerta, y me gustó —dijo.

Le llamaron entusiasmados. Era otro estilo, dijeron, lógico, cuántos escritores escribían de otra manera cuando usaban un pseudónimo. Les encantaba. Querían publicarla. Se citaron al día siguiente en las oficinas de la firma.

Mientras, Paul, que no sabía nada de Frederic, pensaba si habría leído su obra. Finalmente, su móvil sonó, era él.

—Acude mañana a la dirección que te voy a dar o me temo que habrá un juicio.

A la hora fijada, se presentaron los dos en la editorial. Anna y Bernard se preguntaron quién sería el muchacho.

—Les presento a Paul Lescombe, el autor de «Cien años atrás» —dijo Frederic sin más ceremonias.

—Discúlpenos. No comprendemos —dijeron casi al unísono.

—El la escribió. La habrás registrado, ¿no?

—Si —titubeó Paul.

—Mejor que se sepa ahora, supongo. Que la novela es buena, está fuera de discusión. Y nunca dije que fuera mía.

Era cierto. Para Bernard fue como si un globo se desinflara. A Anna N. le salían ahora otras cuentas. Pero les invitaron a sentarse. Un talento novel no era algo a despreciar.

Frederic se sintió muy bien consigo mismo. Había obrado bien, y esta faceta suya generosa que llevaba tiempo enterrada era como un soplo de aire fresco. Como Paul.

*



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