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Cosas de empresas - Ratopin Johnson


Cuando Alberto contestó el teléfono y me identifiqué, se quedó unos segundos callado. Supongo que sorprendido o quizá asustado de mi llamada. Yo también lo hubiera estado en su lugar.


Hacía unos meses le había tenido a mi cargo como becario, en el grupo de Aplicaciones, como desarrollador. Habíamos crecido, y teníamos un par de chavales contratados, con la idea de que se quedaran si demostraban su valía. El otro, Angel, era un tío simpático, abierto. Alberto, en cambio, era una persona más retraída.


Al decir antes que Ángel era un tío simpático, debo aclararlo. Sí, lo era, y enseguida lo demostró. Desaparecía mucho rato, y se le podía encontrar compartiendo un café y unas risas con la gente de la planta de abajo, o ligando con la chica de recepción, o haciendo un corrillo interminable en el patio mientras fumaba. Era un jeta, vamos.


Se lo comenté a mi jefe, que me dijo que le diera tiempo, que quizá era pronto. “Lo tengo calado”, dije yo, “con este no vamos a ningún lado”.


Muchas veces si había algún problema la jornada podía prolongarse. Con Alberto no había objeción. Se quedaba echando una mano a la gente más experimentada; aprendiendo, en definitiva. Sin un reparo. Ángel, sin embargo, al principio se quedaba, protestando, claro, “con lo que me pagan”, decía, y al poco tiempo dejó de hacerlo. Pasara lo que pasara, a las cinco de la tarde volaba de allí. Cuando me di cuenta, hablé con algunos miembros del equipo al respecto, y la respuesta fue que Ángel les había dicho que “a él le habían dicho que se quedaba hasta las cinco, ni un minuto más”.


Yo informaba a mi jefe, que me pedía paciencia.


Ocurrió que durante las conferencias telefónicas que manteníamos con los clientes, Ángel hablaba, y con su labia, y su simpatía, se hacía con la gente. Como sucede con este tipo de personas, a los que no tenían que trabajar directamente con él, les caía en gracia. Incluso empezó a atribuirse méritos. Alberto callaba, y hay ocasiones en que individuos como Angel se suben a las barbas de individuos como Alberto. Este, en algún momento, pensé, aprendería que tenía que hablar y no dejarse pisar.


Volví a insistir a mi jefe que finalmente me explicó la situación. Ángel conocía a alguien importante en la empresa. Nos lo habían colocado, lo íbamos a aguantar unos meses y luego se iría. Lancé un resoplido, pero él me repitió que no me preocupara. “No lo hables mucho”, me aconsejó, aunque poco después empecé a escucharlo, en forma de rumor, en boca de otros, por todos lados.


Ángel seguía vendiéndose de cara al exterior. Probablemente, y todos lo pensábamos, su perfil encajaba más en el área comercial que en la técnica. El equipo y yo, mientras tanto seguimos apoyando a Alberto, que continuaba mejorando cada día. Así que decidí ignorar más o menos a Ángel, sin quitarle el ojo de encima por si se pasaba de la raya, y así el tiempo trascurrió más plácidamente, lo cual lo agradeció mi salud mental.


Un buen día mi jefe me llamó a su despacho. Creo que no he tenido mayor cara de gilipollas en mi vida que en el momento en el que, me soltó, cual bofetada en la cara, que sólo nos quedábamos con uno de los becarios, y que era Angel. Protesté, grité, pero dio lo mismo, apenas podía mirarme. “Es cosa de arriba”, susurró. “¿Y hace cuánto que lo sabes? ¿Y qué le digo a Alberto?”, pregunté indignado. “No se, dile: mañana será mejor que no vengas”, intentó bromear estúpidamente. No se ni lo que dije a Alberto. El pobre, como la mayoría de las veces, se quedó callado, pero su rostro lo decía todo.


Viendo el ambiente enrarecido, y con Angel por ahí, tomé la decisión de hacer caso a un antiguo compañero de Universidad, que siempre me estaba tentando para unirme a él en su compañía. Era relativamente nueva, así que supuse que no estaría podrida todavía. Abandoné la firma con la que había estado quince años. Y pasado un tiempo, me acordé de Alberto.


—Están interesados en alguien de tu perfil —me expliqué—. Les he hablado de ti y les gustaría conocerte.


Al otro lado de la línea, escuché su voz, lo cual me alivió bastante. Me disculpé, pero él, como solía, fue parco en palabras. Simplemente aceptó y así fue como volvimos a trabajar juntos.


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