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CUENTOS DE CAFÉ - Ezequiel- (R)



La mesa del bar se había ido ampliando; entre trago y trago cada quien recordaba o inventaba un chiste. Ya lo habían hecho los más amenos, esos que acompañan el parlamento con gestos y pantomimas, que cambian la voz y dan vida a sus personajes.


Llegó el turno de Tontín. Los parroquianos esperaban que pasara rápido su presentación.

El relato refería a un postulante a escritor que volviendo a casa observó que su vecino tenía impreso: “silencio escritor pensando”, con tiza azul, sobre el dintel de la ventana siempre abierta. Este hombre, había dispuesto varias hojas sobre la mesa y utilizaba una piedra como pisapapeles. Una noche el escritor se descalzó, atravesó el césped, por llamar de alguna manera al conjunto de yuyos que crecían a sus anchas frente a la ventana. Los abrojos lo pincharon como alfileres, pero igual avanzó. Tomó el manuscrito y utilizando el móvil guardó imágenes de cada hoja.


En rigor el texto robado le fue de poca ayuda. Solo frases inconexas: unas letras alineadas hoy y el dibujo casi geométrido de cualquier objeto le marcaban en el papel esos días sin reloj. Un pavo real, ave que debió ser diseñada por Picasso o sin la cual no hubiera existido el cubismo, se paseaba sabiéndose elegante.


Sus compañeros de mesa, sin decir palabra, pidieron otra ronda.


En busca de un argumento el escritor decidió mejorar el contacto con otras personas que vacacionaban junto a él. —¿Les había mencionado que estaban de vacaciones? ¿No es así?


«El japonés se tendió en una reposera y ahí permaneció. El contacto con sus hijos fue aislado. Los niños tampoco interactuaban entre ellos.

—Demasiada calma también es estresante —dijo el escritor casi sin mirarlo

—Los niños son tan difíciles. Francamente no los entiendo. —pudo ser una respuesta, pero tan solo liberó esas palabras que lo tenían atorado.

—Hace falta algo con lo cual jugar con ellos, una pelota, una pistola de agua… —comentó a modo de excusa.

—¿Está escribiendo algo ahora? O se ha tomado vacaciones como escritor.

—Eso no es posible. Escribo porque me place, porque me siento bien haciéndolo… estoy escribiendo un relato para un reto que se viene realizando desde hace varios años ya. De esa manera me mantengo alerta, pienso, leo, observo y anoto.

—Yo mataría por escribir»


«Una mujer de mediana edad, con un diminuto bikini que resaltaba su exuberante figura, se tiró de lado sobre la reposera y abrió un libro. La página tenía un doblez en triángulo.

Él la miró repetidas veces. Ella le devolvió la mirada.

—Disculpe mi curiosidad, pero ¿que lee?

—No estoy sola —respondió sonriendo.

—Tampoco yo. Es tan solo curiosidad. Suelo escribir y por eso observo.

—¡Es una lástima! ¿No te parece?

—¿Qué cosa?

—Que no estemos solos…

El hombre sonrió tímidamente y permaneció de pie. Golpeando la cama con la palma de la mano lo invitó a sentarse junto a ella. Se quitó los auriculares inalámbricos y se los alcanzó diciéndole:

—Quieres saber cómo pienso… escucha:

La inconfundible voz de Eros Ramazzotti llegó a sus oídos cantando en ese español nasal:

“…estoy en casa, en cualquier ciudad. Sin un destino, sin un plan, sin complicaciones. Iremos por el mundo como van por la calle, las canciones”.

—Ya verás como logro comunicarme contigo»


«La delgada mujer se desplazó, como niña con una muñeca; le pareció que no prestaba demasiada atención a sus comentarios. Luego le mostró en el móvil la página de los escritores, hablaron de los retos.

De pronto ella exclamó:

—¡A mi compañero le gustaría tanto que publicara un relato! Me estimula constantemente. Desde que me convertí en madre, ya algo mayor, he desempeñado ese rol exclusivamente. ¿Cómo comenzó con estas publicaciones grupales?

—Hace ya varios años, me enteré por la red. Había llovido durante varios días. Todo estaba gris, deprimente. En el campo salí a ver los animales y me empapé. Cuando volví lo escribí. Tan simple como eso. No recibí malos comentarios, solo buenos consejos. Se percataron enseguida que yo estaba poniendo primera y el auto daba esos saltitos tan típicos, propios del que comienza a manejar. Simplemente escuché los consejos, arranqué de nuevo, esta vez aceleré un poco más y solté más lento el embrague.»


Para su sorpresa, cuando el día veinte el escritor entró a la página, leyó, bajo su mismo título, el texto que había escrito y que no envió. Más breve pero tan deshilachado como su versión original. ¡Otro escritor había robado su manuscrito! ¡Genial! Tenía ahora una historia de suspense.

*



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