Cuando la suerte me vino envuelta en números, dentro de ocho cuadraditos, la alegrÃa estalló en mis mejillas que, pintadas de arrebol, perfilaban una felicidad inmensa. «Se acabaron los trabajos insulsos, los por favores, los regalos de platos descartables de comida chatarra», pensé.
Afanosa, escondà el boleto cerca del corazón, allà donde solo podÃa entrar mi mano. «Mañana iré a cobrarlo», susurré esperanzada.
Por la noche, no podÃa dormir por más que lo intentaba. El sueño vino entre sombras parduzcas, casi de madrugada. Apenas desperté, y sin tomar el acostumbrado pan con té, fui a cobrar mi premio. La emoción se me desbordaba del pecho.
—No, no es el boleto premiado —dijeron.
—¿Por qué? Están todos los números que cantaron en la tele. Yo lo vi.
—No es la serie. Mira la pequeña letra de abajo. Dice A. El premiado tiene una B. Lo sentimos.
Partà el boleto en mil pedazos. Ese fue mi error.
—Debiste consultar con un abogado. ¿Acaso, alguna vez, viste que anuncian las series? Nunca. Solo los números.
—Ya es tarde para reclamos. Estoy otra vez en la vereda, vendiendo chocolates para la gente insÃpida, como yo.
—Sin suerte. No, sin sabor, Mariana.
—Igual.
Con un elevar de hombros y un descender de labios se alejó. Dos ademanes habituales en la vida de Mariana.