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Suerte es recorrer la vereda de la alegría- Osvaldo Vela


Bernardo a sus siete años era un chico despierto a quien, después de un encierro de meses por un brote de sarampión, la suerte le favorecía: la visita a la finca del abuelo lo llenaba de alegría


Un lugar muy querido pero que no conocido por él. Amor que floreció de los relatos de su tata grande. Le urgía el poder disfrutar de los escenarios salidos de aquel paraíso vivo en su mente.

Quería escuchar el trino de los pajarillos y gozar la sombra de los árboles que rodeaban el ojo de agua. Manantial cuyas corrientes despedían un olor a bonanza y que, al correr vereda abajo por el lomerío, llenaban de sonidos burbujeantes el entorno.


El plan familiar era que Bernardo pasara el sábado y domingo solo con su abuelo. Mientras sus hermanos mayores Katia y Nicholas seguirían el viaje hasta la casa de los abuelos maternos. El domingo en la tarde regresarían todos al rancho del abuelo Severo para luego continuar su regreso a casa.


Fue tanto el gozo del niño de ver al abuelo que no reparó en lo apagado de la naturaleza. Al quedarse solo con él cayó en cuenta. El jardín sin brillo aunque la sierra a la lejanía lucía hermosa con los riscos nevados. Los nogales y duraznos desprovistos de follaje. Todo lo veía gris.


El abuelo tenía un almuerzo listo para él. Además, la promesa de ordeñar las vacas en el establo para luego, con un poco de magia, convertir la leche en queso; cuajada que se transformó en postre a media tarde con trocitos deshidratados del extracto de la caña de azúcar: piloncillo.


El sábado se pasó rápido. La luz del día iba perdiendo su intensidad. El abuelo encendió una lámpara de queroseno. El niño de inmediato le cuestionó:


—¿Abuelo Por qué no enciendes la luz?


—Porque quiero que conozcas la noche como Dios nos la regaló desde la creación.


El abuelo le pidió abrigarse bien porque iban a salir al patio por un buen rato.


Al salir, el abuelo apunto hacia el oriente. Un semicírculo de fuego hacía su aparición en el horizonte. El niño admirado recibió una explicación.


—Eso que ves es el primer alumbrar de la luna a una larga noche que a ella le toca embellecer. Su vestido ahora es color carmesí por ser nacimiento y conforme gane altura en el firmamento se vestirá de blanco y su luz de plata bañará el suelo, los abrojos y hasta las rocas de los cerros.


En aquel momento la diestra del abuelo apuntó al cielo. Vaya cobija tan bella la que cubría el firmamento. Aquellos fulgurantes destellos llenaron sus pupilas, el abuelo se dedicó a instruirlo sobre los planetas,

aquellos que no parpadeaban. Sobre las constelaciones: que pintaban en el cielo caprichosas estructuras de belleza sin igual. La osa mayor, el coche grande, capricornio, piscis, la osa menor y de en una inacabable lista de figuras zodiacales.


Que noche tan completa: escuchó coyotes aullar, grillos al interior de la vivienda cantar sin descanso, el ulular de los búhos, los graznidos de patos y gansos al emigrar al sur en busca de climas menos fríos. Nada de lo que viera y oyera lo asustaba. Un generoso dormitar le ganó.


Se despertó temprano y sin sueño. Una caminata corta al ojo de agua era obligada. El abuelo lo presentó al lugar que le daba vida al rancho “El Azulejo”.


—Bernardo; presiento que, algo de lo que yo he contado, le falta a lo que ahora ves. Hijo, la magia del amor tiene su tiempo. Mira los nogales, los duraznos y ciruelos, despojados de toda frondosidad, En cada uno de esos árboles veras varios nidos abandonados y solitarios. Morada de los azulejos, que le dan el nombre al rancho. Aves que llegan con la primavera, con las flores y con las hojas tiernas que algunas cubrirán esos nidos con suavidad para sus pequeñuelos. Cada año, sin variación alguna, la naturaleza se llena de vida para otorgarla de nuevo a todos los seres. Tendrás mucho tiempo para disfrutar lo que yo he gozado toda mi vida. De mis nietos, yo sé que tú eres el único capacitado para entender de la naturaleza su generosidad.


En aquel lugar con la vista fija al firmamento Bernardo sintió una mano suave posarse en su hombro. Aquel calor, tan amado por él, solo podía ser de Sofía su “rancherita”.


—Amor ¿qué haces aquí con esta noche tan fría y mirando al cielo?


—Solo rememoro, mi rancherita; solo, rememoro.


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