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El administrador (CL1) - Osvaldo Vela - (R)




Para un hombre de noventa años, postrado en cama por trecho, el lema “mañana será mejor” carecía de justicia. A él, solo le atraía repasar vivencias que dejaron huella. Algunos ranchos lejanos se sumaron al recuerdo.


La adquisición de ellos nunca ameritó dudas. Aquellos ranchos eran tan productivos que no pudo reprimir, de la semilla de su crianza, el deseo por poseerlos. Visualizaba el tiempo que le llevaría en pagar y concluyó que, a los cuatro años de trabajarlos, los ranchos y animales quedarían liquidados. Su proyecto consistía de tres pasos: compras, pagas y desechas. Una vez cumplida la misión de abasto requerido para su negocio, los ranchos serian desechables. Si las propiedades se vendían después, que bueno y si no, el propósito de adquirirlas ya estaba cumplido.


¿A quién de sus hijos le tocaría cuidar del buen funcionamiento en esas lejanías? Su padre, cuando joven, le permitió a él aventurarse a regiones lejanas y desconocidas. Aquí la situación era la misma, sólo qué, los títulos universitarios dotados a sus hijos distaban mucho de ser propios para una región donde la invasión de tierras abundaba.


Su intelecto le dictaba que debía otorgar a sus hijos la oportunidad de hacerlo, igual que su padre lo hiciera con él. Pero, por amor, decidió con el corazón. Mejor contrató a un administrador con experiencia en aquellas regiones.


La decisión se tornó en fracaso. El médico traía con él, valores desprovistos de ética. Como administrador, vendía uno que otro novillo ya rendido y lo remplazaba con un becerro. Las cantidades eran justas al conteo, pero los kilos no cuadraban. Este actuar, tan despistado como ilegal, no pasó desapercibido. Para el cuarto año y con pruebas contundentes surgió una orden de aprehensión.


El administrador huyó al extranjero y con el tiempo pidió una audiencia en Texas para buscar un arreglo. El encuentro se dio en una cafetería del Hotel Hilton. Sentado en una mesa esperaba a que apareciera el que huía. Por la escalera de enfrente vio bajar dos personajes, uno vestido de guayabera, el otro con traje de gala: medallas en su pecho lucían acrisoladas.


Este personaje parecía venir de épocas ya pasadas. Tiempos políticos que buscaban solución por poder, más que por justicia de ley. El engalanado se presentó: voz de trueno y don de mando poseía, además de consigna implícita detrás de sus palabras.


—¿Puedo hablar con franqueza?

—Para eso estamos aquí General.

—Vengo a abogar por un amigo y quiero ayudarlo. Tengo un puesto conferido a mi rango en el combate de drogas. Ahora investigo fuertes envíos de dinero que ha transferido usted a la región. Yo le hago una propuesta: usted concédale a mi amigo lo que le prometió al contratarlo y yo, en reciprocidad me olvido de la investigación en su contra.


Sutil oferta de hombres de poder en nuestras débiles democracias, pero esto no significa en absoluto que los ciudadanos padezcan de valor cívico al contestar.

—¿Y qué fue lo que le prometí, General?

—La mitad de sus propiedades.

El mismo tono cordial se escuchó de nuevo.

—¿Puedo ser franco con usted, General?

—Para eso estamos aquí.


—Entonces permítase decirle que al verle bajar los escalones con gallardía y suficiencia y ver colgar de su uniforme muestras de tanto valor, me dije, este hombre es muy listo. Además, por la forma de lucirlas llenas de gloria deben de estar, pues esas medallas se logran arriesgando la vida al servicio de la Nación. Yo, con todo respeto, quisiera recalcar que en su puesto y jerarquía la inocencia no tiene cabida, y, si usted le creyó a su protegido todas las mentiras que le contó, ahora dudo de la impresión que recibí. De listo, usted no tiene nada.


La respuesta sincera dejó al General Impávido: desnudaba sin decoro que galardones de honor recibidos en su carrera militar carecían de merecimiento. Su mente evaluaba la situación.


Como militar en un campo de batalla escuchaba el sonoro rugir de tambores que llamaban a combate. La musicalidad marcial de estos acordes afirmó sus pies a tierra. Llegó luego, diáfano a su percepción, el llorar de una trompeta. Su intuición escuchó clara la tonada. El clarín tocaba la retirada. Con su diestra en posición de saludo y barriendo con la mirada a su amigo, agregó:


"En este problema tuyo Yo no tengo nada que ver Defiéndete como puedas Espero que te vaya bien"


Con un arreglo incompleto las tierras aquellas perdieron su encanto. Pero, cual profecía sabia, las propiedades en cuestión eran ranchos desechados.


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