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El camino (B)- JACH


Héctor encendió el coche aquella mañana para ir a trabajar. Apesadumbrado, casi como un autómata, hacía años que había perdido el gusto por conducir los casi 22 kilómetros que separaban su casa de la oficina. Su energía había sido devorada por una rutina que no tenía más remedio que cumplir y los sueños se habían ido escondiendo bajo una gruesa capa de resignación. A sus 48 años ya Héctor daba todo por perdido y a veces su mayor placer era poner el disco Purple Rain de Prince a todo volúmen para hacer el camino más corto, pero ya a partir de la sexta canción el disco, que estaba rayado, daba saltos y se quedaba pegado emitiendo estruendos desagradables.

Aquella mañana de lunes, especialmente densa para su espíritu, había desistido en poner música e iba silbando una melodía improvisada que le habría dado dolor de cabeza a cualquiera que compartiera coche con él. A mitad de trayecto, en uno de los pequeños pueblos de la carretera, Héctor vio a una mujer haciendo autostop y decidió, casi por impulso, orillarse a recogerla.


—¿A dónde vas?— preguntó el hombre.

—A la ciudad— respondió la mujer refiriéndose a Alicante.

Tendría unos 40 años y llevaba unas gafas oscuras y una mochila roja muy vistosa.

—Muchas gracias, no sabes de la que me salvas— dijo ella apenas se subió al coche, luego de que Héctor se lo indicase con un gesto.


Conversaron con inesperada naturalidad. Ana, así se llamaba la repentina copiloto, vivía en un pueblo a 10 kilómetros de Alicante y su coche se había quedado sin batería, esa mañana tenía que ir a trabajar y había decidido hacer autostop porque el autobús tardaría mucho en llegar.


Descubrieron que tenían muchas cosas en común, ambos trabajaban en la misma zona de Alicante, ella en un estudio de fotografía y él en una multinacional de seguros, también solían ir de vacaciones a las mismas playas y compartían el gusto por la gastronomía y el senderismo. Había sido la conversación más agradable que Héctor había tenido en mucho tiempo. Al llegar se despidieron con dos besos y se dieron los teléfonos, Ana había aceptado la oferta de Héctor de regresar juntos al final de la tarde, el pueblo de Ana quedaba de camino y no le costaría nada llevarla.


Ese día, los dos tuvieron una jornada de trabajo más alegre que de costumbre sin saber muy bien por qué, aunque la razón estaba clara, tenían la sensación de haber descubierto algo, y una extraña certeza de sentir que su vida había cambiado, de repente, para bien. A las seis de la tarde se encontraron nuevamente para el regreso. En el camino hablaron del trabajo, de las fiestas del pueblo de Héctor, de gastronomía, a éste el trayecto le había parecido más corto que nunca y lamentó mucho tener que dejar a Ana en la parada de autobús.


Héctor hizo el resto del recorrido en silencio, pensando en lo agradable e inesperado que había sido conocer a esa mujer, y por primera vez en mucho tiempo se sintió afortunado. Sonreía, en soledad, al conducir de regreso a casa. Un par de años atrás, cuando el mundo todavía vivía las consecuencias psicológicas de la gran pandemia, subir a un desconocido al coche habría sido impensable, Héctor agradeció que aquellos tiempos hubieran quedado atrás, ahora compartir un espacio pequeño con un extraño, darle la mano o hasta dos besos no ponía en riesgo a nadie, al contrario, aquello a él lo había llenado de vida.


La mañana siguiente Héctor se levantó con mejor ánimo y, después de haberlo meditado la noche anterior, se decidió a escribirle a Ana y proponerle buscarla de nuevo, así ella no tendría que sacar el coche. Al recibir el mensaje de aprobación no pudo evitar dar un pequeño salto, se puso su mejor colonia, y encendió el coche, esta vez con una sonrisa, pisó el acelerador a la vez que daba play a Purple Rain de Prince, ya para la sexta canción estaría buscando a Ana, el resto del disco no necesitaría escucharlo.


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